A MI HERMANO ISAAC CAMACHO

Acababan de diagnosticarle la misma enfermedad que se llevó a su padre junto a la Virgen del Rocío;  el mismo que le enseñara a amarla y a rezar al Señor de las Penas.

Esa misma tarde, me lo encontré en Aladro ante el monumento que recuerda el amor que Jerez siente por la reina de las marismas y le pregunté;  ¿cómo estás hermano?

¡Cómo Dios quiera!, me dijo con la tranquilidad y bondad que solo un corazón puro y limpio puede hacer de su boca reflejo de lo que el alma siente.

Al sonreírle,  añadió mirando a la Virgen; ¡Aquí no nos vamos a quedar y sé que Ella nos espera!

Bien sabía el bueno de Isaac que ese Pastorcito Divino, que sonríe en los brazos de su Madre, acabaría sufriendo las Penas de ese Señor de su amada cofradía del Martes Santo, penas que ahora llevaría por Él.

Pero también sabía que ese mismo Señor, crucificado en la cruz que preparan los judíos y vencedor en ella de la misma muerte,  nos espera en las marismas eternas al final de nuestro caminar peregrino.

Y de camino, mi hermano en la fe era todo un experto veterano. No sólo sobre las arenas y pinares que le llevaba cada Pentecostés  hasta su querida aldea almonteña, sino en ese camino de la vida que hay que recorrer haciendo el bien y siguiendo los pasos del que dijo; “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.

Y ese camino lo recorrió cada día de su vida con la fe de un verdadero rociero cuyo mayor baluarte es esa Virgen que nos muestra la salvación del mundo.

Con la lógica pena que nos produce despedirnos por un tiempo de aquel ser querido, de aquel amigo, de aquel hermano, no puedo dejar de sonreír al mirar al cielo, azul como las marismas de Doñana, donde Isaac ya mira a la Virgen del Rocío y al Señor de las Penas resucitado.

¡Espéranos, hermano, que ya sabemos el camino!

Paco Zurita

Un hermano del Desconsuelo

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