LA GALLINA MATAHARI

Mi padre  en aquellos años  dirigía la oficina de la Caja de Ahorros de Jerez de Guadalcacín. Había sido maestro, secretario del ayuntamiento, librero y muchas más cosas en aquella entrañable pedanía jerezana. Guadalcacín era un pueblo de colonización en tierras de Caulina entre Jerez y el aeropuerto de la Parra que quedaba muy cerquita de nuestra casa en la carretera de Sevilla. Buena parte de sus habitantes venían de pueblecitos de Granada y de otras partes de Andalucía en busca de una tierra que le diera nuevas oportunidades.

Todo el mundo conocía a D. Santiago y Santiago conocía a todo el pueblo. Con su manera de ser, ayudó a mucha gente a conseguir sus proyectos y sus sueños y a superar sus problemas financieros. Muchos habían sido alumnos suyos y,  el maestro conocía tan bien cómo era cada uno de ellos,  que no necesitaba de los modernos “scorings” para tomar una decisión sobre el riesgo.

Los colonos de aquellas tierras de colonización eran gente trabajadora y agradecida que daban lo mejor que tenían, aunque fuera poco lo que tuviesen.  A mi casa llegaban patatas, lechugas, rábanos….. y gallinas.

Un buen día llegó mi padre con una collera de pollos ingleses de preciosos colores que pasaron a habitar de inmediato el gallinero que estaba ya en desuso.

El amor que se tenían los dos pollos o la necesidad por no tener otra opción,  dio fruto y la collera tuvo descendencia. Vinieron los hijos, los nietos, los bisnietos….. y un montón de pequeños huevos que nos comíamos para controlar la población y que el coste del pienso fuera asumible.

La vida era feliz en el gallinero, con un orden establecido de gallos y gallinas, hasta que otro buen día mi padre vino con una gallinita muy distinta. Si pequeños eran los ingleses, la nueva muchachita, de una especie americana,  era diminuta.  Se la regalaron como algo muy especial y, en verdad que lo era.  No tenía los hermosos colores de las inglesas,  pero enseguida nos percatamos que atesoraba  un encanto que la hacía única.  Aunque temerosos por la acogida que podría tener la jovencita entre el resto de gallinas ya curtidas en mil batallas y su posible linchamiento por el clan, no tuvimos más elección que internarla en el gallinero para que afrontara su fatal desenlace.

Su llegada provocó una verdadera tormenta en el, hasta ese momento, plácido gallinero. Las hembras, una a una, fueron probando las ocultas habilidades de la americana que se convirtió en la preferida de los machos que, ensimismados por tantas finezas, cayeron rendidos ante la exótica gallinita. Era chiquitita pero matona y afrontaba las picaduras de las más grandes con  habilidosos y rápidos saltos que cogían a las veteranas por sorpresa, de tal guiso que no paraban de recibir avisos en forma de acertados picotazos en sus crestas. Los pollos tenían claro que esa pequeña experta en artes marciales gallináceos debería ser la madre de sus hijos y pujaron sin miramiento por sus favores ante la resignada mirada del resto de muchachas que habían perdido sus galones.

Mi abuela, con su pícara e innata sagacidad, enseguida se dio cuenta de que la enana hacía valer sus encantos ocultos a los acalorados y enamorados gallos y bautizó a la gallina como “Mata Hari”.

Pronto “La Mata Hari” se convirtió en la reina  del gallinero y fue madre, abuela y bisabuela de las generaciones posteriores que, aunque de menor tamaño que las inglesas, tenían hermosos colores y ponían diminutos huevos que estaban deliciosos.

En 1978 una fuerte tromba de agua asoló Jerez y nuestro campito no se libró de la misma. La riada fue tan grande que el agua alcanzó un nivel de casi dos metros en el gallinero, cogiendo a nuestras gallinas por sorpresa, atrapándolas irremisiblemente. 

Cuando bajaron las aguas y pudimos entrar en el corral, entre el lodo apareció inerte el cuerpo de la gallinita americana que había vuelto locos a los pollos ingleses. Esparcidos por el suelo embarrado, fueron apareciendo para nuestro pesar, los cuerpos sin vida de todas las gallinitas. Tan sólo un gallo, que pudo alzar el vuelo antes de la riada, miraba con dolor el triste espectáculo desde las ramas de la vieja morera.

Cuando volvimos a la casa, entre lágrimas contenidas, contemplamos el recuerdo postrero que nos dejó la intrépida americana; Un cesto con los últimos huevos que puso la Mata Hari antes de alzar su último vuelo en esta vida.

Paco Zurita

Febrero 2020

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