POPEYE

El Primer coche que tuvieron mis padres era un Renault 4L al que llamamos  “Popeye”.  Tenía el color de un cielo encapotado, un perfil grácil y ligero,  apariencia frágil y delgadez extrema pero su noble corazón de hierro  nos llevaba a todas partes con diligencia y seguridad. Al igual que el marinero de la pipa y de las espinacas que le dio nombre, nuestro endeble coche se volvía fuerte y vigoroso cuando ingería gasolina Súper.  Él se conformaba con la barata pero, mi padre decía que a Popeye le gustaba de la buena.   ¡¡Y vaya si respondía a las espinacas de 97 octanos de la  CAMPSA!!

En aquellos años de 1970, Jerez era muy distinta y a los coches se les permitía transitar por casi todas partes. A Popeye le encantaba pasear por la Calle Larga y por la plaza Plateros  o quedarse paciente en doble fila en la plaza del Arenal mientras mi padre arreglaba papeles en la gestoría del Señor de la Puerta Real. En septiembre, durante la Feria de la Vendimia, nos llevaba hasta la misma entrada de la caseta del Casino Jerezano y se quedaba en el albero, bajo la sombra de los árboles del parque, ´hasta que regresábamos a su lado con algodones de azúcar en las manos y algún que otro capricho de los puestos ambulantes. Me encantaba ver el del Tío de la Bota, que tenía unos vendimiadores que pisaban un lagar y del que salía un vino que debía de estar muy bueno.  Disfrutaba con las excursiones al campo y se adentraba tierra adentro hasta encontrar la sombra de un acebuche o de una encina que nos permitiera sacar las fiambreras y echarnos una siestecita después.

En verano nos llevaba hasta la misma arena de la playa abriendo sus ventanas correderas para hacernos el trayecto más llevadero sobre sus duros asientos. Yo afortunadamente iba blandito encima de las generosas y confortables piernas de mi abuela que me agarraba con determinación a falta de cinturones de seguridad. A veces, mis hermanas y yo íbamos en el maletero que Popeye nos habría generoso cuando había que llevar a algún invitado imprevisto. No le importaba el sobrepeso y rugía con sus espinacas de gasolina Súper muy agradecido. Si algún vecino del campito se ponía enfermo, siempre dispuesto a hacer un favor,  hacía de improvisada ambulancia hasta el hospital  de Santa Isabel que había en la calle Merced; Pronto lo cerraron e íbamos a otro que abrieron en las afueras y que llevaba el mismo nombre del gran general jerezano que hay en la plaza del Arenal.    Por carretera se comportaba con un campeón y llegó a visitar la Cibeles varias veces, con mis hermanas y mi abuela en sus entrañas….  No era delicado y, si tenía que pisar charcos o pasar por los baches del barrio de San Mateo,  Popeye lo hacía sin rechistar pues sabía que mi padre le dejaría sus paragolpes niquelados y su delicada piel gris como nueva; después de todo, era muy presumido.

Avisaba con una voz aguda y divertida, generosa y alegre, parecida a que después oíamos en los dibujos  animados del Correcaminos. Si pinchaba, mi padre lo elevaba con un gato de manivela y le cambiaba sus zapatos que le arreglaban en la calle Córdoba.

Con los achaques de la vejez se recalentaba y le chirriaba el portón del maletero. El chirrido se acallaba con un esparadrapo en la cerradura que hacían más leves sus chillidos y,  sus fiebres,   con un termómetro que le colocó el mecánico permitiéndonos así detectar sus calenturas y darle  agua a tiempo.

Pero un día, al viejo Popeye se le rompió el corazón de acero y ya no pudo arrancar más. Había que jubilarlo y mi padre le retiró su medalla de la hermandad del Desconsuelo que siempre colgó de su espejo retrovisor.

Recuerdo aquella tarde en la que grúa que se lo llevó con sus redondos ojos brillantes mirando hacia nosotros, sabedor quizás que era su última mirada a la familia que lo había querido tanto.

Tras su partida tuvimos más coches, más caros, más bonitos y más confortables pero ninguno pudo hacer que nos olvidáramos de  nuestro Popeye que nos hizo la vida más fácil y más hermosa en aquellos entrañables años.

Paco Zurita

Marzo 2020

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