No muy lejos de Caulina, cerca de Cañada Ancha, vivía mi familia donde teníamos una casa de campo y un buen trozo de tierra donde la hierba crecía salvaje y generosa al llegar las primeras lluvias. Mis padres no cultivaban la tierra y el único fruto que obteníamos de ella eran caracoles que abundaban en el mes de mayo y flores silvestres que adornaban los santos de mi abuela.
No tardó mucho tiempo Domingo, que así se llamaba el protagonista de esta historia, en darse cuenta del manjar que podrían degustar sus vacas y pidió permiso a mis padres para segar la hierba de la finca.
Siempre dispuestos a hacer un favor a quien hiciera falta, mis padres accedieron a su petición y cada semana, el bueno de Domingo llegaba con su carro tirado por un solitario pero robusto mulo. No faltaba nunca a la cita y poco a poco fue dejando calvo con su hoz el verde cabello de nuestro campito. Agradecido el hombre, nos dejaba un par de botellas de leche recién ordeñada. No hay precio que pague tan exquisito manjar que dejaba los vasos turbios de nata, un profundo e intenso sabor en el paladar y el inconfundible olor de la leche natural que aún inundan mis recuerdos.
No quedaban ahí los beneficios de tan gratuita cesión de hierba, pues el buen hombre, mientras la segaba, dejaba a su mulo disfrutar del campo y despacharse a gusto y, antes de engancharlo de nuevo, nos daba a mis hermanas y a mí una vueltecita en el noble animal. En nuestra tranquila y sosegada vida, libres de Play Station y otros artefactos inútiles, la vueltecita en el mulo era todo un acontecimiento, que nos aseguraba un rato de diversión.
A la caída de la tarde, Domingo se marchaba con su carro rebosante de fresca hierba que iba esparciendo por el camino y por la carretera de vuelta.
Nos quedábamos mirando el lento caminar del animal hasta que desaparecía en el lejano horizonte de Cañada Ancha camino de Caulina, como va perdiéndose lentamente el recuerdo de nuestra más tierna infancia.
Ya mi madre estaría hirviendo la leche de esas vacas que se comían nuestra hierba pero que nos daban tantas satisfacciones y alegrías.
Ya no quedan vaquerías en Caulina, ni trabajos como el de Domingo en busca de hierba fresca con un carro tirado por mulos. Se van perdiendo esos oficios, llenos de esfuerzo y sudor, que forjaron el bienestar que hoy tenemos, las comodidades que disfrutamos y las diversiones que la sociedad nos ofrece.
Pero no deben perderse esos valores que nos hicieron más fuertes, más humanos, más conscientes de lo que somos y de lo que debemos ser como personas.
Paco Zurita
Febrero 2020