ESTUDIANDO EN UNA BODEGA DE JEREZ

Las viejas bodegas jerezanas elevan bien alto sus vigas de madera desde los suelos de dorado Albero. De sus elevados ventanales cuelgan esteras de esparto que dejan entrar en la nave el aire fresco de la mañana y la protegen del abrasador sol del verano. En su sosegada penumbra, esas verdaderas obras de arte de ingeniería civil de otra época, con el constante riego de sus suelos y andanas, hacían de la bodega un oasis de frescor y calma que permitían a los vinos descansar plácidamente en las botas de roble americano.
Bien conocía esos secretos D. Juan Valencia, hijo de un funcionario del Banco de España, que tras un intenso aprendizaje en la empresa de tonelería y almacenaje de vino del que más tarde se convertiría en su suegro, funda en 1942 su propia bodega en la calle Lanuza. Aun le daría tiempo a Juan, antes de su larga enfermedad y muerte en 1958, pasarle el testigo de la misma a su hijo Francisco que, con la ayuda de su hermano José, siguió produciendo afamadas marcas como el amontillado “Tronío” o el brandy “Sibarita”.
Tenía D. Francisco tres hijos que llevaban en su sangre el amor al vino y toda la alegría y saber vivir que se forja en torno a él. De los tres, uno era especialmente aventajado en estas artes y eso implicaba muchas veces olvidarse de los necesarios estudios que le asegurarían un buen porvenir.
Como los resultados académicos no acompañaban, el preocupado padre tomó la determinación de llevarse a su hijo a la bodega para que allí, protegido del calor del estío jerezano y vigilado bien de cerca por él mismo, se bebiera los libros en lugar de otros placeres menos productivos. Ni siquiera el domingo lo dejaba descansar, pues lo encerraba en la bodega si bien con la licencia de estudiar con unos amigos que le aliviaran aquella soledad entre las andanas. Sabedor del peligro que corría el forzado estudiante, el sagaz padre se llevaba todas las venencias consigo para así asegurarse que no podrían acceder los estudiantes al divino tesoro que guardaban las botas.
Pero el obligado encierro y esa tentación en forma de aromas inconfundibles de Oloroso y Palo Cortado, agudizaron el ingenio de aquellos mártires universitarios y, el futuro y gran doctor, encontró la forma de acceder al caldo que le daría vida y moral para seguir estudiando. Bastaba con una botellita de quinto, que guardaba celosamente escondida, a la que amarraba por su gollete los cordones unidos de los zapatos de todos ellos. Con destreza y entusiasmo descendían incansablemente el artilugio hasta el alma de cada bota a través de su angosta boca. Y así, con paciencia y rigor, iban degustando encantados esos elixires con nombres tan prometedores y sugerentes; “Sibarita”, “Tronío”, “Rango”, “Fino Las Doce”, “Exquisito”, “Vino tónico Milagroso León XIII ”, todos a su alcance como remedios infalibles para las penas de los estudios y lograr a buen seguro lo que prometían sus nombres….
Al final de la jornada, D. Francisco los liberaba del encierro y comprobaba con alegría cómo el gran esfuerzo estudiantil se reflejaba en sus rostros cansados y en sus andares torpes, mareados sin duda por el rigor de los libros.
No fueron malos esos remedios que el padre empleaba y que el hijo encontró en aquella vieja bodega que se va perdiendo en el recuerdo de los jerezanos, pero que ayudó a forjar a ese ser humano que a lo largo de su vida alcanzó todos los éxitos profesionales y humanos que un hombre le pide a Dios.

Paco Zurita
Marzo 2021

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