LA MUCHACHA CIEGA

Esa mañana iba con el firme propósito de encontrar a Dios y algo de paz en asuntos que me atribulaban. Entré en la iglesia de  San Francisco y recorrí su larga nave buscando su sagrario, pasando por delante de esa Virgen  que lleva grabado en su corona el nombre de mi madre. Mi abuelo, que tanto añoraba su Virgen de las Angustias de Ayamonte, le rezaba por su gran parecido y  se la regaló por un gran favor alcanzado para su hija y que, intuitivamente, agradezco en su nombre todavía.

Me fui en blanco del sagrario con mi espíritu desanimado, incapaz de conectar con Dios. Alertado por la hermosura de un crucifijo que habían colocado en el altar mayor iluminado por dos velas, me senté en uno de los primeros bancos de la nave principal.

Me dejé llevar por su hermosura y me sumergí en mis pensamientos mientras contemplaba su elegancia, su esbeltez, su mensaje de dolor y de paz a la vez.  Pensé que estaba llegando a ese punto en el que el diálogo con Dios se abre camino de forma inconsciente cuando un tintineante ruido que venía desde el fondo de la iglesia, interrumpió mi concentración. Miré hacia atrás y descubrí que se trataba de una muchacha ciega que se movía con cierta dificultad y avanzaba por el pasillo central con la ayuda de un bastón que movía a derecha e izquierda para no chocar contra las bancas. Rompía el silencio del templo y también de mi alma, expectante porque no llegaba el eco de mis pensamientos.

Cuando llegó al primer banco, guardó su bastón y se sentó justo delante del crucifijo al que parecía mirar como si realmente pudiera verlo.  Allí estuvo breves instantes porque, casi enseguida, volvió a coger su bastón y volvió  sonriente hasta la última banca, donde continuó rezando un largo rato.

Dejé de rezar y comprendí que no hay más ciego que el que no quiere ver; yo realmente estaba más ciego que ella.  Esa pobre muchacha había sido capaz de sentir la presencia de Dios y hasta Él llegó movida por una fuerza que yo buscaba en la belleza de aquel crucificado que contemplaba con mi perfecta vista. Ella, que era ciega de nacimiento, lo estaba contemplando con los ojos del alma y había conectado con él con la naturalidad de encender la luz de una habitación.

En nuestra vida, cuando lamentamos nuestra suerte, nuestros pequeños sacrificios diarios, nuestras derrotas, nuestras lágrimas y buscamos la ayuda de Dios,  muchas veces deberíamos cerrar los ojos y tratar de pensar en aquellas personas que no pueden ver con sus ojos pero son capaces de hacerlo con el alma. Para llegar a Él, hemos de abstraernos del mundo que nos rodea, cerrar nuestros sentidos a la aparente realidad y  ver su luz, escuchar su voz, sentir su presencia….

Desde entonces, cuando voy a un sagrario, cierro los ojos y escucho inconsciente ese tintineo del bastón de la muchacha ciega mientras dejo que mis preocupaciones se evaporen en la divina presencia. Después de un rato los vuelvo a abrir y regreso a mi rutina convencido de la suerte que tengo de ver también con los ojos.

PACO ZURITA

ENERO 2021

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