UN MATRIMONIO QUE REZA

Allá, en la penumbra de la capilla sacramental de San Mateo, apenas delatado por la luz que emana del camarín,  hay un matrimonio que reza. Jesús sacramentado está perennemente  presente en el precioso sagrario del viejo templo  jerezano, siempre custodiado por su madre, María del Desconsuelo y por su inseparable San Juan, ausente en la foto por un necesario proceso de restauración.

Hace unos años esos cónyuges celebraban sus Bodas de Oro, bendecidas por esa misma Virgen que contempló su unión para siempre. Eran jóvenes entonces y, con toda una vida por delante,  se prometieron eterno y sincero amor en esa misma iglesia.  Ahora,  que son ancianos, él  tiene que empujar la pesada silla de ruedas de ella,  y ella, sintiéndose segura con él, se deja empujar orgullosa por el hombre al que entregó su vida;  A sus más de ochenta años, poco importa que el tiempo haya revestido sus cuerpos de arrugas o se hayan desvanecido el empuje y la belleza de sus años mozos; siguen pidiéndole a la Virgen que los lleve juntos por el trecho que los separa de la otra vida, donde seguirán unidos para toda la eternidad. Quizás le pidan por los que venimos detrás y  que aún no vemos esa meta tan cercana,   pero que se aproxima inexorable con el rápido paso de tiempo.

Una puerta entreabierta en el  hermoso retablo rococó,  que hicieron para la Virgen devotos agradecidos del s. XVIII, deja entrever el flamante columbario, donde reposan las cenizas de muchos fieles y hermanos que ya  han cruzado  al otro lado…. Es providencial que María, sea la vigilante de esa puerta, como una centinela celosa de la obra de Dios pero enamorada de esos seres humanos,   a quienes su hijo dejó a su cuidado.  Esos  infinitos ojos de misericordia y amor, parecen transmitir al que los mira,  la seguridad de alcanzar la gloria que espera al otro lado de esa puerta; gloria que pide la madre a su hijo para todo aquel que refleja su alma es esos ojos de infinita ternura y comprensión.

Me acordé de unos jóvenes que meses antes rezaban en el mismo lugar cogidos de la mano. Miraban fijamente a María, y se encomendaban a Dios, absortos e inmóviles en la bella estampa que contemplaban en la capilla. El tiempo se detuvo para ellos y también para mi…..  Paciente los esperé afuera, incapaz de permanecer callado ante aquella entrañable escena,  y a la salida les dije:

¿Sabéis? Cada vez que mi mujer y yo hemos tenido un problema que ha amenazado nuestra unión, hemos venido a este sagrario cogidos de la mano, como vosotros,  para recordarle a María y a Jesús Sacramentado que fueron precisamente ellos los testigos de nuestra unión y que, por eso, precisamente por eso,  no podían fallarnos en ese momento de debilidad en nuestro matrimonio.

Ellos sonrieron y me confesaron que se casaban la semana siguiente, deseosos de comprometerse  y jurarse mutuo amor ante  los ojos de la Virgen, reafirmándose sin pudor en aquella firme convicción de no separase jamás.

La vida es como un río que fluye incesante hacia el mar.  En un abrir y cerrar de ojos estaremos cerca de la desembocadura de ese río rindiendo cuentas de nuestro paso por todo su curso.   Esas tres escenas  en ese mismo sagrario fueron reproducidas inconscientemente en mi alma;  vi el alegre y cristalino nacimiento del rio, su discurrir por meandros, rápidos y cataratas y  por el lento y manso paso del agua casi a punto de alcanzar el mar.

Quizás en este mundo hedonista y superficial en el que vivimos, carezca de sentido a los ojos de muchos, este testimonio de un hombre casado y agradecido de estarlo con la mujer que Dios le puso en el camino.  No hay amor sin renuncia y compromiso, ni compromiso que no nazca de un sincero y verdadero amor. Quizás pocos lo entiendan, salvo aquellos que lo han saboreado y, celosos del tesoro que han encontrado,  no lo cambian por nada.

Ese amor es eterno, como el mismo Dios del que emana y lo bendice.  Llegará maduro, libre de ataduras y de todo lo superfluo que enmascara su verdadero ser.  Más tarde o más temprano, llegaremos hasta esa puerta a los pies de María que nos mostrará la luz que nos guiaba.  Esperaré yo o esperará ella en el inmenso mar que nos aguarda,  donde ya no hay cataratas, ni rápidos, ni meandros,  ni turbias  desembocaduras,  sino un nuevo nacimiento cristalino; una eternidad azul como el mismo cielo. Nos fundiremos  allí para siempre con el amor  que nos engendró y nos unió en un solo ser.

Paco Zurita

Noviembre 2020

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