Aquel año se celebraban las II olimpiadas Marianistas en Jerez y nuestro colegio estaba precioso. Tras San Sebastián, es el más antiguo de España y en 1981 contaba con el único polideportivo de la ciudad, el Santa Fe, y una gran piscina olímpica. Era todo un acontecimiento y un verdadero orgullo recibir a las delegaciones de casi 20 colegios marianistas de toda España y se había hecho un gran trabajo.
Faltaban dos días para que comenzaran los actos y sólo restaba dar un último repaso a las magníficas instalaciones del colegio. Aprovechando que teníamos gimnasia aquella tarde, el profesor de deporte no encontró mejor manera de aprovecharla que destinarnos a la pista de atletismo y hacer labores de limpieza, advirtiéndonos que no nos acercáramos al círculo de lanzamiento de disco porque estaba aún fresca la lechada de cemento.
Como la tentación de Eva con la manzana en el Paraíso, Manolo (no diré el apodo para no delatarlo), no pudo resistir la curiosidad de acercarse y comprobar por sí mismo el estado de cuajado del cemento. No contento con la vista, presa de la tentación de aquel atrayente círculo que parecía hecho de chocolate Fondant, posó suavemente su pie sobre el mismo y dejó su huella marcada como si de una estrella de Hollywood se tratara.
Consciente de haber mordido la manzana del pecado Original, salió sigiloso y disimuladamente del lugar de los hechos, sólo descubierto por algunos de nosotros que habíamos presenciado la trastada del compañero.
Ya nos estábamos cambiando en los vestuarios y todo parecía tranquilo. Pero el silencio se rompió de repente cuando entró el profesor, que era militar de profesión, y como Tejero en el Congreso, gritó brazos en alto; ¡¡¡Quieto todo el mundo!!! ¡De aquí no se mueve nadie hasta que descubra quien ha sido el gracioso que ha metido el pie en el cemento! Y allí nos quedamos, arrestada toda la compañía, mirándonos unos a otros, sabiendo todos quién había sido pero con el sagrado juramento de no delatar al culpable. El tiempo pasaba y allí no hablaba nadie, hasta que llegó el director que, con su pausada y cavernosa voz, nos convenció con su paciencia y actitud de que aquel encierro iba para largo…. Se mascaba la tensión en el ambiente y, sabedor del abnegado sacrificio de sus compañeros, Manolo dio un paso al frente (con el pie del delito) y se declaró culpable. Todos respiramos tranquilos y nos despedimos de Manolo con un toquecito en su espalda y una sonrisa de admiración por su sacrificio, que agracedía orgulloso por haberse entregado por nosotros.
Aquel día, que nunca olvidaré, aprendimos otra lección de la vida y de esos profesores que admiraban en silencio nuestro compañerismo. Maestros y educadores que, lejos de perseguir borrar la huella en aquel cemento, lo que realmente querían es dejar en nosotros la huella que aún perdura en los de nuestra generación; Saber asumir nuestras responsabilidades por los actos que hacemos y aprender a sacrificarnos por los demás.
Paco Zurita
Mayo 2020
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