MEDITACIONES SOBRE LOS MISTERIOS DOLOROSOS

Paco Zurita Martín Real Convento de Santo Domingo Jerez. 2-11-2023  

La vida es un suspiro, un abrir y cerrar de ojos casi imperceptible, un desconocido sendero jalonado de luces y tinieblas, de penas y alegrías, de gozos y dolores, de desencantos y esperanzas.

En nuestro peregrinar terreno hemos de recorrer un camino que nos lleva a un mundo nuevo en el que brilla una luz que no se apaga, un gozo que no acaba, una vida que perdura.

Mientras recorremos ese camino, perdidos muchas veces en nuestras debilidades humanas, nos enfrentamos a esos misterios que la mismísima Virgen María experimentó en su corazón de hija de los hombres y de Madre de Dios.

***

Y es que  Tú, Madre del Cielo, supiste vivir con humidad y entrega, con pasión y alegría, con sufrimientos y esperanzas, con obediencia y fe inquebrantable en Dios, ese camino que nos lleva hasta Él.

Y ante esos misterios de gozo, de luz, de gloria y de dolor, nadie como tú, María, puede darnos mejor ejemplo de cómo afrontarlos, de cómo vivirlos, de cómo saciarnos de amor de Dios.

Cuando nos toca sufrir, ver tu ejemplo, tu entereza, tu humildad y tu confianza en Dios, nos ayuda a afrontar esos sufrimientos con esperanza y alegría, sabiendo que en ellos se encuentran las llaves del cielo.

Por eso, María, permíteme que esta noche, ante mis hermanos, me sumerja en aquellos momentos de tu vida en los que el sufrimiento y el dolor no pudieron arrebatarte la luz de la fe y de la esperanza que siempre llevaste contigo.  Deja que cierre los ojos e imagine aquellas vivencias de tu existencia terrenal cargados de ansiedad expectante y de amargura y llanto.  Esos misterios dolorosos que el Santo Rosario nos recuerda cada martes y cada viernes del año para hacernos partícipe de los secretos del amor de Dios que tú viviste como hija del Altísimo, esposa del Espíritu Santo y Madre del Salvador del Mundo.

PRIMER MISTERIO: La Agonía de Jesús en el Huerto.

Salió y fue, según su costumbre, al monte de los Olivos. Sus discípulos lo acompañaban. Cuando llegó al lugar, les dijo: «Orad para no caer en la tentación». Él se apartó de ellos como un tiro de piedra, se arrodilló y se puso a orar, diciendo: «Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Y se le apareció un ángel del cielo reconfortándolo. Entró en agonía, y oraba más intensamente; sudaba como gotas de sangre, que corrían por el suelo.

Atardece ya en la aldea y una suave brisa acaricia las trémulas amapolas que se duermen cansadas entre los verdes trigales de Nazaret.

Jesús, con un cántaro en sus manos, sale de la casa corriendo ladera abajo en busca de agua fresca del rio. Mientras se va alejando en lontananza Tú, María, suspiras embelesada viendo la humildad de Dios, quien en su poder infinito se ha hecho carne en aquel muchacho que nació de tu vientre.

¡Cómo pasa el tiempo!  ¡Aquel regalo venido del cielo ya es todo un muchacho!

Cuando el sol ya se ha acostado,  Jesús aparece jadeante y sudoroso por la puerta de la casa con el cántaro rebosante y, con una sonrisa de satisfacción, te lo deja orgulloso en el zaguán.

¡Limpia y fresquita, madre,  te dice encantado!

Tú lo miras enamorada y, devolviéndole la sonrisa, limpias el sudor de su frente, mientras besas orgullosa sus mejillas.

¡Cómo pasa el tiempo y qué distintos los tiempos y los momentos que Dios te ha deparado en la vida!

Han pasado más de veinte años y hoy no puedes estar con él en ese olivar del Cedrón donde la luna es testigo de su soledad.  Bien sabes que está con sus discípulos pero, aun así,  tu corazón de madre presiente su soledad y  palpita agitado despertándote  en mitad de la  madrugada.

¡Estoy contigo, hijo mío, le susurras con un sordo grito que retumba en tu alma y en el cielo de Jerusalem!

¡Cuánto te duele no estar a su lado!  ¡Cuánto te duele sentir en la distancia el sufrimiento de un hijo que se entrega al mismo Padre que te lo entregó!

Vienen una vez más a tu memoria esas palabras que te dirigió Simeón el día en que José y Tú llevasteis a Jesús al Templo para la Purificación; “Y a ti una espada te atravesará el corazón”.

¡Qué afilada es la espada que brilla en el cielo y que te exige fortaleza!

¡Qué dolor incomparable que agita tu corazón aun sabiendo desde siempre que ese momento llegaría…!

Algo en tu alma te susurra que ese instante de la espada se acerca y respiras angustiada y sudorosa presintiendo su Pasión.  Sin saber por qué, has recordado esa imagen de tu hijo sudoroso y sonriente con los cantaros de agua…

Dios te desvela las cosas a su debido tiempo y de forma misteriosa y, tú siempre esclava de su voluntad, sabes bien que ha llegado el momento que te anunciara Simeón.

Hay un silencio espeso que casi se puede cortar con el dolor de tu aliento y, en tu sensibilidad de madre, vuelves a verlo sudar como en aquella tarde en Nazaret aunque en esta ocasión veas gotas de sangre en su frente y lágrimas encarnadas que vierten sus ojos mirando al cielo.

Tú también miras al cielo y cierras tus manos con fuerza, como tratando de apretar las suyas y aliviar de esta manera su dolor y el tuyo propio. Como un eco que viaja en la distancia del espacio y del tiempo,  susurras unas palabras que se expanden como ondas en un mar de llanto interior.

¡Dios mío, aleja de mí este cáliz, más no se haga tu voluntad sino la tuya!

La voluntad de Dios, Madre; esa voluntad de Dios que siempre acataste humildemente desde el primer día, desde esa primera respuesta:

“He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

¡Qué difícil se nos hace tantas veces acatar la voluntad de Dios!

¡Ayúdanos, Madre, a acatarla como lo hiciste tú!

Ayúdanos, María, a aceptar el cáliz de nuestras enfermedades, del paso del tiempo por nuestros seres queridos, del ocaso de nuestras vidas…

Enséñanos, Madre, a ser firmes en la obediencia a Dios por mayores que sean las tentaciones que nos alejen de su divina misericordia.

Enséñanos, Madre, a ser como Tú.

SEGUNDO MISTERIO: LA FLAGELACIÓN DEL SEÑOR

Entonces Pilato mandó azotar a Jesús.

Aquella mañana de otoño se despertó fresca y soleada. Los olivos centenarios rebosaban de aceitunas maduras que ya estaban prestas para la cosecha.

No has esperado a la salida del sol para comenzar la jornada y el pan recién amasado ya está en el horno.   Ellos no lo saben aun, pero se van a volver locos cuando sepan que has preparado puré de berenjenas con que  untar el pan. También llevas miel, dátiles e higos secos.  No falta un poco de vino y un botijo de agua fresca que llevan sonrientes junto a ellos.

Llegando al olivar tras media hora de alegre caminata, José dispuso mantas bajo el viejo olivo junto a la vereda del río y le entregó a Jesús una vara que cogió intrigado. El muchacho, sin saber bien qué hacer con ella, contemplaba extasiado cómo su padre golpeaba las ramas de las que caían a borbotones las olivas. Se divertía alegre al ver cómo rebotaban saltarinas sobre la manta hasta formar una  mosaico de negras y verdes tonalidades.

Jesús,  sonriente, imitando al carpintero, golpeaba también con entusiasmo las viejas ramas del inquieto olivo que respondían, generosas  desprendiendo hojas y olivas.

¡Qué tiempos aquellos,  María, que ahora recuerdas entre lágrimas al ver cómo golpean las carnes de tu hijo esos romanos ignorantes del Dios al que castigan!

Él te mira en la distancia y con sus ojos de infinita misericordia te dice sin pronunciar palabra que todo esto es necesario. Que su sangre derramada fluye para el bien de  todos los hombres y que con ella encuentren la salvación de sus almas.

Y Tú lo sabes, como lo supiste aquella mañana en la que, alegres recolectabais las aceitunas del viejo olivo y él bromeando se golpeaba la espalda con la vara y te miraba… 

¡Siempre lo supo, María, y tú siempre lo supiste!

Desde el día en que nació siempre cumplió  la voluntad de su Padre, sufriendo como hombre los dolores que afligen a este mundo y que ahora, María, soportas tú como madre viendo sus carnes abiertas por la crueldad del flagelo.

Los romanos no dejan que te acerques cuando intentas amargamente recoger su sangre derramada en  aquel enlosado de dolor.  Ves cómo desfallece, casi al límite de sus fuerzas humanas por la infamia cobarde de los lacerantes golpes que aguanta su cuerpo escarnecido.

Miras al cielo pidiendo ayuda y, casi al instante, te percatas que es el mismo Dios al que golpean porque el mismo Dios así lo quiso.  Y tú una vez más aceptas su voluntad y soportas en silencio el dolor indescriptible de una madre al ver tan desgarradora escena.

Él te vuelve a mirar, casi sin fuerzas, pero en la mirada te transmite todo el amor contenido en el cielo. Un escalofrío te recorre el alma al sentirte amada y escarnecida a la Vez.  Y ese amor desgarrado es de repente el de tantas madres afligidas por el sufrimiento de sus propios hijos.

Tú asientes con la cabeza comprendiendo, acatando una vez más la voluntad del Padre, aunque sea tu propio hijo el que se desgarre la piel para entregarla por los demás.

¡Qué duros son los latigazos que tantas veces nos da la vida, Madre mía!

Míranos, Madre, con esos ojos de misericordia y comprensión a la vez para que seamos capaces de afrontar nuestras penas y dolores ante nuestras adversidades.

Permítenos, Madre, que mirando  esos misericordiosos  ojos tuyos seamos capaces de sacrificarnos por los demás como lo hizo tu hijo por todos nosotros.

Haz de nosotros, Madre, ejemplos de fe y de entrega a Dios.

TERCER MISTERIO. La Coronación de espinas.

Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, le vistieron un manto de púrpura; se acercaban a él y le decían:

«¡Viva el rey de los judíos!» Y le daban bofetadas…..

José andaba muy atareado en la carpintería y aún le quedaba faena que quería terminar antes de la cena.

En verano las tardes son más largas y la luz permitía a José sacar mucho trabajo adelante. Siempre buscaba afanosamente  nuevos encargos que atendía por toda la comarca para que al Hijo de Dios no le faltara ni gloria…

Apurado por la espera de María y el niño para sentarse a la mesa, el bueno del carpintero insistió a su esposa para que jugara un ratito con Jesús mientras acababa una cunita que le habían encargado unos amigos de Betania.

A Jesús le encantaba jugar al escondite entre los juncos del río y María sonreía con los ojos encandilados  al ver al chiquillo correr hacia el mismo lugar de siempre.  Bien sabía dónde estaba; siempre lo supo, como también sabía que Dios estaba con él en cada momento y que nada malo le sucedería. Bien lo sabía desde aquel día en que se perdió en el templo y charlaba con los doctores.

Pero un llanto desconsolado alertó a María que corrió asustada hacia el lugar secreto de su hijo. El papel de una madre no era distinto ni para la madre de Dios.

Jesús se había enredado entre unas zarzas y sangraba profusamente por la cabeza.

María lo desenredó con amorosa destreza y calmó su llanto abrazándolo con ternura. Unas espinas se le habían clavado en la frente y rojos hilillos de sangre inundaban sus ojos asustados.

¡Son sólo unas espinas, hijo mío, no te asustes!

¡Duelen, Madre, duelen! Le respondió Jesús con una profunda mirada que sobrecogió a María que entendió en silencio.

Una vez más, tuviste un extraño presentimiento que se hizo aún más real cuando el chiquillo, cogiéndote de la mano,  te sobrecogió con su profunda mirada tratando de calmar tu angustia más que la suya.

Esa misma mirada profunda que hoy te dirige, mujer, desde ese trono de burla e infamia en el que vuelve a sentir espinas en su cabeza.

Son espinas de odio, de incomprensión, de desprecio….Son las espinas que seguimos clavándole cada día cuando nos alejamos de su camino.

Pero no son las púas clavándose entre sus cabellos las que más dolor le causan; Es tu propio dolor y el de tantos hermanos los que hacen que te mire de esa manera y busque en ti el consuelo que quiere que derrames sobre nosotros…

Porque son muchas las espinas que se clavan en su frente cada día, cada hora, cada segundo de nuestra existencia. Espinas de pecado, de escarnios, de injusticias, de muerte…

¡Duelen, Madre, duelen! recuerdas compungida sus palabras de aquel atardecer de su infancia.

¡Duelen, Madre, duelen!

Y viéndolo en aquel patio de escarnio…..¡A ti te duele el alma!

Y a nosotros, Madre, que también nos duele el alma por las espinas de la vida, no dejes de mirarnos con tus ojos de ternura mientras las retiras de nuestra frente.

Ayúdanos, Madre, a perdonar las injurias, las burlas, las infamias y tantas y tantas afrentas que recibimos de los demás.

Enséñanos, María, a darnos cuenta del dolor que causamos tantas veces a nuestros hermanos.

No permitas, Madre, que caigamos en la tentación de devolver dolor por dolor, afrenta por afrenta, espina por espina.

Que esas espinas que se clavan en la frente de tu hijo sean besos amorosos que estampemos en las frentes  de aquellos que sufren.

Déjanos sofocar tu dolor y el de tu divino Hijo, aliviando con alegría y sacrificio los dolores de los demás.

Permítenos, Madre, ver las rosas que florecen tras las espinas de la vida.

CUARTO MISTERIO: Jesús con la Cruz a cuestas.

Jesús quedó en manos de los judíos y, cargado con la cruz, salió hacia el lugar llamado «la calavera», en hebreo «Gólgota», donde lo crucificaron.   (Jn 19,17-18).

Cuando era un muchacho, Jesús pasaba largas horas en la carpintería ayudando a su padre.

Le encantaba el aroma a madera aserrada que impregnaba  aquella vieja estancia.

José envejecía inexorablemente y ya notaba que sus fuerzas no eran las mismas que antaño. Mientras,  Jesús,  crecía en sabiduría y fortaleza.  

Viendo a su padre más envejecido, quebrado por la cintura tras tantos años de duro trabajo, él insistía en quitarle las tareas más duras y pesadas. José lo miraba con admiración y orgullo y suspiraba al recordar aquel sueño en el que aceptó sin dudarlo ser el padre en la tierra del hijo del mismo Dios.

¿Qué más orgullo que ser el padre en la tierra del Señor del Cielo?

María los miraba embelesada y sonreía al verlos juntos y, encantada,  aliviaba su sed llevándoles una refrescante limonada del limonero lunero que impregnaba el patio de olor a azahar.

Jesús la miró con ternura y tras beber encantado aquel refrescante elixir, cargó sobre sus hombros una pesada viga hacia la enorme sierra.

La sostenía con fuerza entre sus manos y la llevaba con paso firme y decidido. Deteniéndose a mitad del camino, volvió la mirada a ti, como queriéndote decir algo…

Tú suspiraste angustiada y  entendiste al instante la voluntad de Dios que tu hijo te daba a conocer con ese gesto.

¡Qué carga tan pensada la de aquel enorme tronco que cayó también sobre tu alma!

Y hoy tú vuelves tu mirada atrás, hacia aquella mañana en la carpintería, hacia aquel pasado feliz de aquellos días en el que Jesús te endulzaba con una sonrisa la amargura  que tu corazón de madre presentía.

Hoy tu hijo  vuelve a cargar con un madero, llevando con él las culpas de tantos y tantos hombres por los que se entrega hasta la muerte en ese patíbulo de dolor.

Qué difícil es, Madre, cargar con nuestras cargas de cada día, pequeñas cruces comparadas con la de tu hijo, que representa el peso de todas las nuestras.

Ayúdanos, Madre, a aceptar la carga de nuestras frustraciones, de nuestras penas, de nuestras enfermedades.

Enséñanos a afrontar como tú los sufrimientos de nuestros seres queridos y los de tantos y tantos hermanos.

Que sepamos ver en ellos el camino de salvación que nos mostró Jesús llevando nuestra cruz sobre sus hombros.

Haz de esas cruces nuestras, Madre, camino,  verdad y vida.

Quinto Misterio. La Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor.

Después de esto, Jesús, sabiendo que todo se había consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed». Había allí un vaso lleno de vinagre; empaparon una esponja en el vinagre, la pusieron en una caña y se la acercaron a la boca. Cuando Jesús lo probó, dijo: «Todo está cumplido». E, inclinando la cabeza, expiró.

La tórrida tarde en el Calvario polvoriento seca aún más las gargantas de los condenados y un viento recio hace revolotear las capas y los plumajes de los soldados romanos que han llevado a cabo la crucifixión de tu hijo.

Ese poder terrenal que os llevó hasta Belén a empadronaros cuando el alumbramiento de Jesús se acercaba. Ese mismo poder que os obligó a huir a Egipto cuando Herodes vio amenazado su reino. Ese poder temporal que hoy parece imponerse al del mismo cielo.

Ahora ves a tu hijo, clavado en esa cruz terrenal pidiendo que calmen su sed mientras agoniza entre insoportables dolores. Un fuego abrasador te recorre el alma al ver a tu Jesús amado exhalar su último aliento entre terribles sufrimientos.

Mientras contemplas su dolor viene a tu memoria aquel día en el que Jesús resucitó a Lázaro.  En aquella oscura cripta de muerte y de llanto donde reposaba el cuerpo inerte de su amigo, se hizo de nuevo la luz y resurgió la vida.

“Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí” dijo Jesús a aquellos que no creían posible aquel milagro. Y te miró, Madre, una vez más cuando se señalaba a él mismo con la mano en el pecho mientras  pronunciaba aquella frase…

Tú lo miraste y entendiste. Él te lo fue contando todo, te fue desvelando los secretos del Reino y fue preparando tu corazón para que, llegado el momento, lo comprendieras todo y se lo dieras a entender a todos.

Cada instante de su vida era un anuncio de su pasión, un secreto divino desvelado a la madre que llevó en su seno la salvación del mundo.

Y no quería marcharse de él sin dejarte a cargo de tantas ovejas perdidas tras su inminente marcha.  Supiste desde el primer instante que aquella Pasión  llegaría  y que ni siquiera los discípulos entendían cuando se la anunciaba:

«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día».

Hoy Dios Padre te reclama el regalo que un arcángel del cielo te anunció en Nazaret. Ese niño, hijo de Dios, hijo tuyo, espíritu divino, carne de tu carne, que de tu vientre en Belén naciera, que amamantaron tus pechos y que arrullaste en tus brazos, lo ves morir clavado de pies y manos en esa árida peña del Calvario.

Dios te lo reclama, María, pues ya cumplió su cometido que ahora tú, madre de todos los hombres por voluntad divina, tienes que continuar para apacentar tantas ovejas confundidas que huyen despavoridas.

Tú bien sabes, María, que esa cruz es otra puerta que abre el sendero del cielo como aquella que Dios abrió en tu vientre para llegar hasta nosotros.

Son tus lágrimas serenas la de una madre que pierde a un hijo pero también las de una hija que ama y confía en el  Padre que se lo envió.

Es tu fe inquebrantable la que nos hace darnos cuenta de que no hay muerte en este mundo que pueda acabar con la vida que llevaste en tu seno y que ahora ves marchar al que te la regaló.

¡Qué misterios de dolor y consuelo! ¡Qué misterios de muerte y de vida! ¡Qué ejemplos de amor y de fe encontramos cada uno de esos misterios dolorosos que recordamos en el Santo Rosario!

Porque cada uno esos misterios dolorosos encuentran su sentido en este momento supremo que ahora vives con entereza. Cada uno de esos momentos de llanto son pasos encaminados hasta esa cruz del calvario en la que ahora muere la carne de tu carne y sobre la que triunfará el hijo de Dios.

Y así, como tú, enséñanos Madre a vivir ese momento de la verdad suprema con la fe con la que tú lo viviste.

Porque eres puerta del cielo, Madre, que no nos falten nunca tus ojos misericordiosos cuando llegue el momento de nuestra partida de este mundo y que al despertar veamos encenderse la luz que tú trajiste al mundo.

Haz de nuestras vidas un rosario de amor, de perdón y de entrega por nuestros hermanos para que, por medio de él, seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestros Señor Jesucristo.

¡Oh Madre del Rosario!

¡¡Ruega por nosotros!!

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