Este coronavirus nos tiene a todos desnortados y está trastocando previsiones económicas, planes familiares y todas nuestras vidas. Ni expertos, ni gobiernos parecen entender el problema ni ponerse de acuerdo para buscar el remedio al mal que nos amenaza.
Y en esta situación, como drogados por el aire que respiramos de nuestras propias mascarillas, vemos pasar el tiempo con resignación, a la espera de que escampe y podamos vivir de nuevo aquella vida que ya empezamos a olvidar. Tarde o temprano, este virus se extinguirá por medio de vacunas o por agotamiento del propio bicho cuando ya no encuentre más seres humanos a los que infectar.
Los que parecen no extinguirse son los bichos que se han instalado en las conciencias de muchas personas que, no contentos con el daño que nos causa el virus, esparcen sus malas bilis haciendo el mal por donde pasan. El microbio, al fin y al cabo, hace lo que tiene que hacer para seguir existiendo. El ser humano, en cambio, obra muchas veces para destruirse a sí mismo. Es curioso que, creyéndonos los más perfectos de la creación, seamos los únicos que nos hacemos daño a nosotros mismos, sin causa que lo justifique.
Y, así, vemos cómo se destruyen estatuas, mobiliario urbano, retablos cerámicos, propiedades ajenas…. Da igual lo que sea con tal de ver cómo desbaratan el esfuerzo, el legado o la propiedad de otros. Una risa o un subidón colectivo de adrenalina merecen el coste de sus daños. Permanecemos atónitos viendo cómo, como hordas bárbaras enloquecidas, se ceban con monumentos a Colón o de otros personajes históricos que ni han estudiado ni valorado en su justa medida.
Y viendo hace unos días una señal de tráfico en la plaza de San Mateo abatida por unos salvajes me di cuenta de por qué no podemos con este virus con forma de corona de nuestros dolores y sufrimientos.
Según me contaba el dueño del bar donde tomo café cada día, un grupo de chavales lo despertó de su sueño a las cuatro de la mañana. Se ensañaron con la señal hasta que, forzudos ellos, la derribaron. No le dio tiempo llegar para ver sus cobardes caras y denunciarlos. Dejaron tras de si una meada de podredumbre moral que se extiende perniciosa en esta sociedad acomplejada. A esas horas de la madrugada estaban esparciendo coronavirus y también mala leche mamada de sus frustraciones y desorientación ética. Y, en el fondo, ni siquiera esos pobres chavales tienen la culpa. Tenemos la culpa nosotros, que los hemos educado y le hemos consentido comportamientos incívicos e intolerantes ante la libertad y derechos de todos los demás por miedo a resultar políticamente incorrectos.
Hemos sentado las bases de una juventud frustrada, parca de valores cívicos, perdida en el tiempo que les ha tocado vivir, manejada por intereses políticos o ideológicos de unos y de otros que la utiliza como muñecos de guiñol que actúan en sus teatros perversos y egoístas.
Y ahora que, más que nunca, hay que pedir a la sociedad que sea responsable, nos sorprenden sus fiestas, su botellones, su indisciplina… ¿De qué nos sorprendemos?
Quizás sean necesarios estados de alarma, confinamientos, toques de queda…..Pero lo que en verdad nos hace falta para superar esta pandemia y buena parte de los problemas que amenazan nuestra supervivencia como sociedad es un severo y decidido toque de educación y de formación en el respeto a los demás.
Sólo así podremos superar esta pandemia y las que restan por venir; venciendo al virus que se ha instalado en nuestras ensimismadas conciencias.
Paco Zurita
Octubre 2020