Este pasado agosto, decidido a descansar y a apartarme de aquellas tareas que me tienen absorbido y ocupado durante todo el año, dediqué mis tres semanas de vacaciones a leer ese libro que el padre Felipe Ortuno me recomendó hace ya algún tiempo y que, hasta ahora, no había sido capaz de terminar.
Las confesiones de San Agustín no me han dejado indiferente y han hecho que mi pobre y humilde espíritu haya entablado conversaciones con Dios más profundas de las que jamás había sospechado tener. Esa mente culta, reflexiva y profunda del Santo de Tagaste, está al alcance de muy pocos mortales, pero San Agustín no hubiera alcanzado tan alta gloria si no fuera por la perseverancia y confianza en Dios de su madre, Santa Mónica.
Las inquietudes y sentimientos humanos en la Roma del s. IV en la que a Agustín le toco vivir, no eran muy diferentes de las que hoy tenemos la mayor parte de los mortales. El ansia de conocimiento, lucha de poderes, pasiones, sufrimientos, frustraciones y búsqueda de nuestro propio ser, no son muy distintas de las que vivió el santo a lo largo de su vida.
Si algo me llama poderosamente la atención de la vida de San Agustín es su conversión en Cristo desde posturas doctrinales escépticas y alejadas de la Iglesia Católica, precisamente por la misma razón por la que me cautiva el apóstol San Pablo; personas cultas e incansables en búsqueda de la verdad que han caído enamoradas y convencidas del mensaje de Jesucristo.
Existía en sus épocas y existe ahora, un deseo indisimulado de los poderes gobernantes por adoctrinar y hacernos ver que nuestros hijos y los valores que ellos desarrollen son propiedad del Estado. Que una sociedad culta y madura debe estar alejada de pensamientos retrógrados y contrarios al progreso que un Dios imaginario representa. Que, nacidos como somos de mujer, hemos de romper esa ligazón meramente biológica con nuestros progenitores en aras de un progreso que sólo puede venir de una sociedad laica y dirigida por la autosuficiencia humana que el estado representa.
Pero la naturaleza es sabia, fuerte y poderosa y no se deja amedrentar por aquellos que no entienden por qué el mismo Jesucristo quiso venir al mundo en el vientre de una mujer. Quizás algunos ilusos piensen aún que los hijos son del Estado y que serán en su vida lo que ese Estado tenga a bien hacer de sus vidas. Pobres mortales, creídos en sus ensoñaciones de grandeza que acabarán recordando y abrazando el amor de una madre y de una familia cuando el sol caiga en el atardecer de sus vidas.
Afortunadamente, el alma humana inteligente, como la de San Agustín, busca valores eternos e intemporales que no sucumben a la carcoma de la fragilidad humana y de aquellos que se creen más que Dios.
Por suerte, los hijos sí son de los padres, especialmente de las madres que recibieron del mismo Dios la fuerza creadora y el lazo inconfundible de un amor puro y verdadero que sólo busca el bien para el que crió en su vientre.
Cuando pienso en las personas que aún creen que los hijos no son de los padres, miro esta foto de mi madre y yo en sus brazos y me acuerdo de santa Mónica que, pidiéndole a Dios que la oyera, pudo vencer a todos los poderes terrenales que tenían presa el alma de su hijo y éste finalmente alcanzó la libertad que ansiaba. No hay adoctrinamiento que pueda romper poder tan grande porque, sencillamente, no es eterno y muere.
Paco Zurita
Septiembre 2020