No sé por qué le pusimos ese nombre, aunque supongo que tendría algo que ver con una novela de Unamuno, de lectura obligada en aquellos años de B.U.P. En mi casa no había vallas, ni cercas, tan solo setos por donde los animales entraban y salían a su antojo de la finca porque, quizás, uno de los mayores valores que tiene cualquier ser vivo es su libertad y mi familia llevaba esa creencia hasta el extremo.
De improviso, como siempre, llegó un perro grande, peludo, de aspecto juguetón y bonachón que, enseguida, cogió confianza con nosotros. Parecía haberse escapado de algún campo cercano o haber sido abandonado a su suerte por sus dueños. Le quitamos una gruesa cuerda que aún colgaba de su cuello y pronto se integró en nuestro mundo y en nuestra vida.
Dormía donde quería, salía de correrías y amoríos cuando le venía en gana y volvía para comer cuando el estómago se lo pedía. Siempre dispuesto a agradecer esta nueva y gozosa vida que le había regalado el destino, nos obsequiaba a diario con algún calcetín u otra prenda que nos traía del tendedero como presente a nuestros desvelos. No dudábamos en recriminar esta muestra de amor hacia nosotros mostrándole el “presente elegido y prueba del delito” mientras recibía una enérgica reprimenda verbal por tan desprendido acto. Él nos miraba con ojos tiernos, supongo que de incomprensión, agachando la cabeza con cada reprimenda que le caía. Pero fiel a sus principios, no dejaba de obsequiarnos cada día con nuevas prendas que nos traía a la casa como muestra de fidelidad y agradecimiento. Habida cuenta de la inutilidad de explicarle que no necesitábamos más presentes, la solución consistió en elevar la altura del tendedero para que no alcanzara con sus saltos ninguna prenda más.
Un buen día, tras un largo periodo de tregua, sucedió la extraña desaparición de una chaqueta que me acababan de regalar mis tías para mi próxima graduación. Las últimas noticias de la chaqueta fueron dadas por la señora que venía a echar una mano en las tareas domésticas. La había planchado y la había dejado sobre una silla de la cocina. Todos, empezando por ella, pensamos en Tulo….
Cuando volvió por la tarde, no traía la chaqueta en su boca ni entendió nuestras enojadas palabras. Se limitó a mirarnos con sus ojos redondos, extrañado quizás de nuestro injusto comportamiento. Esa noche se marchó y no volvió más. A los pocos días apareció atropellado por un coche junto a una cuneta a la altura de Pozoalbero.
La muerte de Tulo nos hizo olvidar su supuesta última trastada y lloramos su pérdida recordando con nostalgia los regalos y presentes que nos hacía cada día.
Meses más tarde, la chaqueta apareció entre los olivos. Tenía quemada una de las solapas y entonces lo entendimos todo. Es fácil e injusto acusar a aquellos que no se pueden defender, tener prejuicios infundados y pensar mal de los demás…. y en esta vida…. ¡Cuántas veces lo hacemos con las personas!
Paco Zurita
Junio 2020