LA TRAVESURA DE LOS BIDONES

Dicen que los niños traviesos son almas inquietas que acaban siendo grandes personas. Quizás por ello, pueda entender que la niñez de mi padre estuviera plagada de enormes travesuras que, en la distancia del tiempo, me provocaban una indisimulada sonrisa.

En la década de los cuarenta Jerez se recuperaba poco a poco de las penurias de la guerra y de los años del hambre.  Me contaban mis abuelas que dinero había pero las mercancías escaseaban y los bienes de primera necesidad estaban racionados.

En aquellos años existían los llamados “ultramarinos” o “coloniales”, nombres que hacían referencia a las tierras que componían el vasto imperio español  y que ofrecían productos de sus colonias de ultramar.  Tiendas de alimentación que, más por nostalgia que por realismo, siguieron conservando ese nombre en los tiempos de escasez y privaciones de la posguerra.

En aquel entonces no había tetra-bricks, ni envases de plástico, ni paquetes envasados. Tampoco había autoservicios, ni tarjetas de crédito ni bolsas biodegradables.  Había un mostrador tras el que despachaba un amable tendero que iba colocando,  sobre papeles de estraza,  los encargos de sus clientes tras pesarlos con mimo en aquellas viejas balanzas.

Un buen día, mi abuela salió a comprar con el pequeño Santi desde su casa en la Calle Justicia.  Parece que el pequeño se había llevado un buen berrenchín por no haber conseguido que le compraran un osito que se le había antojado en una juguetería de la calle Larga.

Ya de vuelta, entró mi abuela en un ultramarinos que había en la calle Algarve. Cuando le llegó su turno, fue encargando a un atento tendero su lista de mandados,  mientras dejaba al pequeño Santi darse un garbeo por la tienda para que se relajara un poco del disgusto.

Mi padre, que veía a su madre muy centrada en la faena, no dudó  ni un instante en aprovechar el momento para hacer una trastada de las suyas…

Había en la tienda grandes bidones de aceite, de vino y de vinagre de los que el tendero dispensaba las cantidades que demandaban sus clientes. Mientras el pobre tendero cortaba trozos de chorizo y pesaba garbanzos para mi abuela, el bueno de Santi acariciaba con sus deditos los grifos de los bidones, refrenado en su acción pero dejando ver con este gesto sus verdaderas intenciones. No pudiendo resistir más la tentación, con una hábil maniobra dejó abiertos de par en par  los tres grifos, sin que nadie lo advirtiera.  Cuando el pobre tendero se percató de los que estaba sucediendo, una ensalada de zapatos estaba siendo aliñada por los líquidos elementos. La reacción de mi abuela no tenía riesgos de ser objeto de delito en aquella época y mi padre recibió en su culo lo que la pobre mujer pagó en aceite, vino y vinagre. Según me contó  mi propio padre, el suelo de un mes de maestra….

Puedo entender que mi padre haya sentido especial predilección por los niños traviesos, muchos de ellos alumnos que, cincuenta años más tarde, son hombres de provecho  y de bien que recuerdan con cariño a su travieso profesor.  Lo importante es saber escarbar en la nobleza y en la grandeza que esconde cada corazón humano.

Paco Zurita

Abril 2020

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