Cada verano, desde que conocí a mi mujer, paso los veranos en Sanlúcar, en la casa que mis suegros allí poseen. Recuerdo que que hace ya muchos años, recién llegado a la familia, los viernes, cuando terminaba mi jornada de trabajo, recogía a los abuelos de mi entonces novia para que pasaran el fin de semana en compañía de la familia en la casa sanluqueña.
Cada mañana del fin de semana, muy tempranito, salía con mi coche en dirección al centro de la localidad para tomarme un café y disfrutar de ese momento mágico de las primeras luces del alba.
No pasó mucho tiempo hasta que descubrí que el abuelo se levantaba también temprano y se preparaba, con sombrero y todo, listo para salir a la calle. Ya no fui más veces solo mientras él estaba allí, porque, desde la primera vez que se lo propuse, se tomaba lo del café de por la mañana como un mandamiento de su Ley de Dios.
Tengo que decir, sin pudor alguno, que disfrutaba enormemente con sus conversaciones, llenas de la sabiduría que da una vida octogenaria, curtida en los sufrimientos de una España a la que se le partió el alma. Hablábamos de todo; de la familia, de política, de Dios, de historia, de cómo llevarse bien con la esposa. De entre todas esas conversaciones, no puedo dejar de recordar la que ahora voy a relatar…
Corría el año 1936, concretamente el dieciocho de julio, día que marcó el inicio de la Guerra Civil española. Él estaba haciendo el servicio militar en el cuartel de la Montaña. En realidad estudiaba Arte en Madrid y tuvo que interrumpir los estudios para incorporarse a filas.
Para los que no lo saben, en aquel cuartel se libró uno de los episodios más sangrientos de los prolegómenos de la guerra. En Madrid el levantamiento no prosperó y el cuartel que nos ocupa, donde hoy queda un monumento conmemorativo en los jardines de Rosales, era el último reducto de los sublevados. Él, al igual que muchos de sus compañeros, no tenía ni idea de política y se vieron encerrados en una ratonera con la consigna de resistir hasta la muerte. Fuera, los republicanos, sitiaron el cuartel y fueron tomándolo a sangre y fuego.
Ni unos ni otros sabían por qué luchaban o por qué morían, pero la sangre de unos y de otros fue derramándose por el interior de aquel cuartel tiñendo de rojo el gris que se cernía sobre España. Una España dividida que se iba a desgarrar en dos mitades y cuya consiguiente y trágica guerra fraticida iba a costarnos más de un millón de muertos…
La dotación que quedaba con vida decidió rendirse y, entonces, empezaron los improvisados fusilamientos. Algunos de sus compañeros optaron por quitarse la vida, encerrados en los cuartos de baño del cuartel. Mientras se oían las descargas de fusilería, algo le dijo a Pepe, que así se llamaba el abuelo de mi mujer, que no lo hiciera, porque él no iba a morir.
No era una persona que se considerara especialmente religiosa, pero creía firmemente en Dios. Según me decía, Dios estaba dentro de cada uno de nosotros.
Con esta determinación, nuestro hombre se entregó a los milicianos republicanos y puso su vida en manos del destino. Tras varias descargas más de fusilería, llegó su turno y se preparó junto a otros compañeros para recibir la muerte. Miró al cielo y se preguntó, qué había hecho para que mereciera morir de esa manera. En ese momento, irrumpieron en el patio del cuartel un grupo de mujeres que gritaban con fuerza ¡¡¡A los soldados no!!!, ¡¡¡A los soldados no!!! Un miliciano que iba con las mujeres, se interpuso entre Pepe y el pelotón de fusilamiento y gritó con fuerza ¡¡¡basta ya!!!, son sólo soldados y no tienen la culpa de la locura de sus jefes.
El miliciano se llamaba Ángel. Su ángel de la guarda, como él mismo me lo describía. Un ángel enviado por Dios, por su Dios, que le había gritado con fuerza, en la soledad del cuartel rendido, que no se quitara la vida.
Si hoy Pepe viviera me diría mirándome a los ojos; «Que no tengáis nunca que vivir una cosa así»