Cuántas veces hemos realizado algún acto que nos ha parecido rutinario, insignificante que, en resumidas cuentas, no ha servido “para nada”. Somos proclives a realizar actos que nos reporten beneficios inmediatos; podemos estar varios meses acumulando fotos en una cámara digital y llegar al laboratorio y pagar unos euros más por tenerlas reveladas en el mismo momento. Estamos dispuestos a gastarnos más dinero si ello supone adelantarnos a los demás en el estreno de una película, un best seller o cualquier otra cosa. Pero… ¿cuántas veces no nos percatamos de los beneficios que recogemos de alguna buena acción que hemos hecho tiempo atrás y a la que no dimos, en principio, la menor importancia?
En mi vida profesional me ha ocurrido infinidad de veces, simplemente dejando una tarjeta a alguien que atendí con especial interés sin esperar, en aquel momento, nada a cambio pero…. años más tarde esa persona recordaría el gesto y acudiría a mí, guiado por su buena impresión, esta vez para ofrecerme algo bueno.
Cuando tenía unos dieciséis años, mientras paseaba, ocurrió un hecho al que en ese momento no di importancia y que años más tarde me hizo entender, nunca más a propósito, lo importante que es «sembrar».
En la casa de campo donde vivíamos, tras los poyetes que delimitaban el camino y los alrededores de la propia casa, había un pozo ciego y un cercado lleno de arbustos y maleza, que hacía años habíamos dejado crecer, de tal guiso que la vegetación era espesa y prácticamente intransitable. Cuando años más tarde decidimos limpiar aquella zona, apareció una palmera datilera de grandes dimensiones que no era común en nuestra finca. Nadie sabía el origen de aquella palmera hasta que recordé un hecho que había ocurrido unos 8 años antes.
Era Navidad, una tarde de un 24 de diciembre, en la que mi madre se afanaba en preparar la cena de Nochebuena. Entre las delicias que nos aguardaban, había unos dátiles rellenos de queso azul. No pude resistir la tentación de coger un puñado de ellos, aún sin preparar, para comérmelos tranquilamente paseando por el exterior de la casa. Conforme me los iba comiendo, practicaba uno de mis “deportes” favoritos; lanzar objetos contra algún objetivo y acertar. Fui arrojando los huesos, tratando de darle a alguna de las estacas que delimitaban el pozo, pensando que, quizás, serían comida para las aves o para los insectos. Pero uno de esos huesos, ¡ quién me lo iba a decir!, de una especie tunecina, “cayó en tierra buena” y años más tarde pude comprobar el fruto de aquel hecho fortuito.
Cuántas veces no caemos en la cuenta de lo importante que son nuestras pequeñas acciones “sin importancia” que, años más tarde, dan mucho fruto. Sólo hay que hacer dos cosas; sembrar pequeñas semillas que valen poco y saber esperar la cosecha que es rica y abundante.
Ya lo decía Él en la parábola del sembrador….. “Y algunas cayeron en tierra buena y dieron mucho fruto”.
Paco Zurita. Octubre 2019