MI EMAÚS

En estos días posteriores a la Semana Santa, recuerdo vagamente los detalles de aquella madrugada; sólo sé que sentí la sobrecogedora presencia de Alguien que me acompañaba en la soledad y en el silencio de la noche.  No era la primera vez que sentía algo así, pero el recuerdo de aquella indescriptible y hermosa experiencia me dejó una huella que recuerdo hasta el día de hoy.  Y aunque digo bien cuando la defino como “indescriptible”, trataré de hacer ver con palabras humanas lo que sólo puede conocer el espíritu que llevamos  dentro cada de uno de nosotros.

Tendría catorce, quizás quince años, cuando me desvelé aquella madrugada de primavera. Me asomé a la ventana de mi habitación que daba al viejo pozo. La luna llena iluminaba las copas de los pinos, plateados por su intensa luz. Buscando saciar la sed que me invadía, atravesé toda la vieja casa de campo hasta llegar a la cocina que quedaba al otro lado de la misma. Sin saber por qué, abrí la puerta que daba al exterior y empecé a caminar en medio del sepulcral silencio y la oscuridad bajo los árboles. Sentí un cierto temor cuando me dispuse a rodear el edificio quizás pensando que alguien acechaba tras los setos buscando la oportunidad, como en otras ocasiones, de llevarse algunos aperos o animales del gallinero. Pero seguí caminando, mitad asustado, mitad expectante ante la llamada que me llevaba a continuar. Me sobrecogí cuando, en la tranquilidad de la noche de árboles y arbustos de copas inertes, una ráfaga de viento movió las hojas secas que se extendían ante mis pasos. Me sentí extrañamente confortado con la sensación de estar acompañado por alguien que me llevaba de la mano a algún lugar de su agrado.

La pérgola donde estaba el azulejo, que mi abuelo colocó en su pared cuarenta años atrás, era mi lugar predilecto de la finca y donde me refugiaba cuando necesitaba consuelo, fuerza, ánimo… Y allí llegué esa noche guiado por el soplo que movía las hojas a mi paso. Me senté, contemplando la imagen de la Virgen sosteniendo el cuerpo inerte de su hijo. También miré a las estrellas y a la luna y a las hojas que habían encontrado reposo bajo mis pies una vez que me senté. Y oré mirando  a esa imagen que me respondía con la mirada y que se fue difuminando en una luz que sentía no sé dónde. No tuve sensación más placentera ni más gratificante en mi vida. Esa extraña y única experiencia que nos lleva lejos de cualquier lugar y cerca del vacío que lo llena todo. Los sentidos se abstraen, el alma se sacia y la sed que no se calmó con el vaso de agua, se sació en aquel estado de plenitud. Sólo estaba yo y ese acompañante secreto que me protegía de cualquier peligro y disipaba mis temores.  Y el tiempo se detuvo y todo mi ser quedó inmóvil en aquel instante mágico y precioso.

No sé cuánto tiempo estuve allí,  porque dejó de existir al igual que desapareció  el miedo, el frío y la oscuridad.  Ni siquiera sé cómo regresé,  ni puedo recordar  lo que hice a la mañana siguiente. Sólo me quedó el imborrable recuerdo de aquella madrugada y el ardor de haber sentido tan cerca la presencia de Dios.

En estos días, que celebramos la Pascua de Resurrección y que Dios ha vuelto a resucitar en tantos y tantos corazones que lo buscan,  sueño con sentirme tan cerca de Él como aquella noche.  Y leyendo una vez más el pasaje del Camino de Emaús, puedo imaginarme la hermosa experiencia que sentirían los discípulos del Señor al encontrárselo por el camino. Al igual que entonces,  salgamos a su encuentro con fe y con confianza. Él nos espera y seguro que lo encontramos y lo reconocemos cuando sintamos que arden nuestros corazones.

Paco Zurita

Abril 2021

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