Dicen que los cielos son más azules, los ríos más limpios y la gente más buena y sincera. Pero seguimos siendo los mismos, sólo que han bastado unos pocos días para que un invisible e indómito microorganismo haya dejado al aire nuestras miserias y vergüenzas.
Es como si esta pandemia nos hubiera puesto ante un espejo en el que, mirándonos, hayamos descubierto lo que realmente somos y valemos.
Es como si esta cura colectiva de humildad nos hubiera despertado de repente de nuestros sueños de grandeza y de estar por encima de toda la creación.
Es como si, mirando la inmensidad de nuestra insignificancia, hayamos caído en la cuenta de lo mucho que necesitamos a los demás.
Miro a mi alrededor, escucho a mi alrededor, siento a mi alrededor que, por primera vez en mucho tiempo, el amor humano que rebrota de nuestros propios miedos y temores, de nuestra separación y ausencias, de nuestra soledad y abatimiento, brilla más que nunca. El amor fraterno por aquellos que comparten la experiencia de la vida y sufren por el camino como nosotros. La sincera entrega de los que se sacrifican por la colectividad, no importándoles los riesgos de morir en el empeño. El cariño y el calor de los seres queridos a los que no podemos ver y echamos de menos. Las llamadas de teléfono recíprocas que hacemos simplemente para preguntar por personas que hasta hace poco no sabíamos cuánto nos importaban.
Y en esta ola de amor humano renacido, sigue habiendo seres egoístas y necios que no advierten lo que está pasando, que no caen en la cuenta del daño que hacen a los demás y a ellos mismos. Que no entienden que en estos difíciles momentos la vida vale más que sus intereses banales y pasajeros.
Son aquellos seres que acaparan sin sentido, que acuden a protestar por céntimos, que no respetan el sacrificio común poniendo en riesgo su vida y la de los demás. Estas personas ya están recogiendo el fruto de sus egoísmos insensatos; el desprecio y la ignorancia de la mayoría.
Cuando todo haya pasado y tengamos aún frescas las heridas de lo que hemos vivido, sabremos apreciar mejor los valores que realmente importan. Nos juraremos una y otra vez que nunca más volveremos a perderlos. Pero poco a poco, nos iremos olvidando de esos valores y retornaremos a nuestros sueños de grandeza y de superioridad. El ser humano seguirá despreciando lo que Dios le ha regalado y los cielos volverán a ser grises como grises serán nuestros corazones endurecidos por la soberbia y la necedad de nuestra especie.
Y hasta que llegue ese momento, que al menos nuestros hijos sepan apreciar lo que realmente importa y que puedan construir, con nuestro ejemplo y sobre las experiencias vividas estos días, un mundo mejor.
Paco Zurita
Marzo 2020