En estos tiempos difíciles y de reclusión en el hogar que nos ha tocado vivir, también es necesario buscar momentos para la sonrisa y para la distensión. Si con alguno de mis relatos, consigo arrancar instantes de alegría y optimismo, habrá merecido la pena arriesgarse a contarlo.
El ser humano ha superado muchas dificultades a lo largo de la historia, dificultades que lo han hecho más ingenioso y fuerte para afrontar retos mayores. Y hoy me he acordado de una historia que me contaba el abuelo de mi mujer y que, a falta de ellos por no haberlos conocido, también el mío.
Las casas antiguas de Jerez y de otras muchas ciudades y pueblos de España, a falta de medios eficaces para mantener a raya a ratas y ratones, tenían en los gatos la solución perfecta para el problema. Los felinos, que solían sentir la llamada del deber por las noches (tanto para cazar roedores como para asegurarse descendencia gatuna), necesitaban una forma de abandonar y entrar en el hogar de acogida sin el concurso de sus durmientes amos. La ingeniosa solución no era otra que un agujero, más o menos sofisticado, que las puertas de las casas solariegas tenían en su parte baja.
En una de esas casas jerezanas, vivía una familia acomodada cuya única hija, que ya empezaba a sentir la llamada de la naturaleza, era celosamente guardada por su buen padre. Enterado el señor de los encuentros furtivos que la muchacha mantenía con un mozo que se encandiló de ella, decidió encerrarla en la casa hasta que pasara la “primavera”
Pero si la primavera jerezana es calurosa y florida, el verano es aún peor y la muchacha no tuvo otro consuelo que hablarle al muchacho a través de la gatera. Situación que contentaba al padre porque tenía a la niña entretenida y la mantenía alejada de los “peligros” del caluroso verano. Lo que no sabía D. José, que así se llamaba el padre de la mocita, era que la madre de la niña le consentía al novio que entrara en el vestíbulo para que la conversación fuera menos incómoda. La niña le juraba que no pasaba de un inocente beso y que, obviamente, necesitaba algo de intimidad. Eso sí, de corta duración para que no se entusiasmaran demasiado…
El verano pasó y a la buena muchacha empezó a hinchársele la barriga hasta que el padre comenzó a escamarse. Un buen día, viendo que la ropa no daba más de sí, el padre sugirió llevar a la muchacha al médico para que averiguara el origen del creciente mal….
No pudiendo contener más los nervios, madre e hija se derrumbaron con profuso llanto y confesaron que tal hinchazón de vientre no provenía de una ingesta de higos sino de un embarazo en toda regla.
El hombre, confuso y descompuesto, sólo atinó a preguntar a las dos; ¿Pero cómo ha podido suceder?
A lo que la madre, meneando la cabeza de arriba abajo le respondió.
¡¡Por la gatera, Pepe, por la gatera!!
Paco Zurita
Marzo 2020