Reconozco, sin rubor alguno, que el tratamiento que me he autoimpuesto de abstinencia de programas de televisión que me causen subidas de tensión o ansiedad innecesarias me está yendo a las mil maravillas. Lo poco que veo se limita a documentales de historia, cocina o viajes.
Fue precisamente uno de viajes sobre China el que hizo que me diera cuenta de lo extremadamente estúpidos que nos estamos volviendo en occidente y, más concretamente, en nuestro viejo y querido país.
Destacaba el programa, ambientado en una descomunal y concurrida iglesia católica de China, el gran auge que está tomando la Iglesia en aquel país, comunista en teoría. Lo que era una práctica perseguida y brutalmente castigada no hace muchos años, está siendo no sólo respetada, sino incluso alentada por el propio partido comunista. Entrevistados algunos miembros del partido respondían sin tapujos a la pregunta del millón; ¿Por qué lo permiten las autoridades? La respuesta, al estilo chino, era escueta y lógica; PORQUE HACE QUE EL PUEBLO SE SIENTA BIEN.
Uno de los principios del buen gobernante es gobernar para el pueblo, para la gente, para todos al fin y al cabo, seas cuales sean sus ideas o religión.
Hace unos días, el capellán de un hospital se lamentaba de que cada vez tiene más trabas para visitar a los enfermos terminales. Lo mismo está ocurriendo con la enseñanza de la Religión en los colegios, la presión impositiva a las instituciones religiosas o la alergia compulsiva a símbolos y monumentos católicos en calles y plazas de nuestras ciudades.
La libertad personal no se circunscribe a la de expresión, que tantas veces invade por cierto la dignidad de otros. El estado tiene la obligación de respetar e incluso favorecer las iniciativas, gratuitas por cierto, que ayudan a que cada individuo goce plenamente de sus necesidades espirituales.
Recuerdo esa preciosa escena de la película “Las sandalias del pescador” en la que el papa, protagonizado por Anthony Queen, se escapa del Vaticano a pasear y entra por azar en una casa judía en la que hay un moribundo. Culto y universal como era el protagonista, no dudó en administrar auxilio espiritual por el rito judío al pobre hombre.
Hay que recordarles a nuestros gobernantes, da igual del color que se crean, que ninguno es dueño de las creencias de las personas y que la bondad de las instituciones religiosas se miden por el bien que hacen a la sociedad y no por sus principios cuadren o no con los suyos.
Es curioso que tengamos que aprender de los comunistas chinos que, por su propio interés, han visto que las ideas y doctrinas del hijo del carpintero son buenas para el pueblo.
Paco Zurita. Enero 2020