EL MOTORISTA

¨Este próximo marzo, si Dios quiere, Irene y yo cumpliremos veinticinco años de matrimonio. Viendo hace unos días a una joven pareja cogidos de la mana en el sagrario de San Mateo, bajo la maternal mirada de María del Desconsuelo, he recordado nuestra historia y la importancia de poner en manos de Dios la unión que Él bendijo.

Para todas esas parejas que sienten las tormentas de la vida acechar la paz de esa unión, les dedico esta historia verdadera para que siempren confíen en quien fue testigo de su unión…..

No recuerdo el  porqué de aquella crisis que vivimos mi mujer y yo a los siete años de matrimonio. Ni tampoco lo que duró o lo que nos dijimos porque el tiempo, afortunadamente,  lo ha borrado de nuestras mentes.  Pero sí recuerdo aquella noche en la que una gota colmó el vaso de nuestros reproches, de nuestras discusiones y de todas aquellas incomprensiones mutuas que nos tenían en esa situación.

En un momento de ira y de cerrazón, tras  decirnos cosas que no se deben decir y de las que ya no somos dueños una vez se pronuncian, sin pensármelo dos veces, me puse unos pantalones encima del pijama y un jersey, que resultaron ser claramente insuficientes para el frío que reinaba en  aquella noche de invierno. No caí en la cuenta de ponerme ni calcetines, ni más ropa de abrigo, pero estaba cegado por la rabia y por un dolor inconfesable que me hicieron huir de mi casa a toda prisa y con el firme propósito de no volver jamás.

Sin tener a dónde ir, de forma instintiva me dirigí hacia la finca donde viví mi infancia y mi juventud. En realidad, la casa principal ya no era propiedad de la familia tras el ensanche de la carretera, pero mis padres conservaron la antigua casa de los guardeses que no reunía las más mínimas condiciones.

Sin importante el intenso frío ni la oscuridad, crucé el parque González Hontoria y me dispuse  con un ritmo frenético a cubrir los más de cinco kilómetros que separaban mi domicilio familiar de la vieja finca de mi infancia. A esas horas de la noche casi no había nadie por las calles y la ciudad acababa un poco más allá del parque.  Durante el camino, pensaba con amargura qué pensarían mis hijos, mis padres, mis amigos… Qué jarrón acaba de romper de forma irreparable.   Iba como ausente sin saber hasta dónde estaba dispuesto a llegar. Pero alcancé aquel punto donde en medio de la carretera oscura y solitaria ya quedaba el campito más cerca que mi casa y continué mi ciega y marga  marcha, ya sin retorno.

Oí a lo lejos el creciente sonido de una motocicleta  que  parecía acercase desde atrás.   Ya de madrugada, la carretera no tenía tráfico apenas y el sonido se hacía aún más patente en mitad de aquel sepulcral silencio. Notaba que disminuía la marcha  y sentí un repentino escalofrío que llegó a convertirse en miedo cuando comprobé que se paró junto a mí. No llevaba dinero, ni nada de valor salvo la cruz que colgaba de mi pecho y me mi mujer me regaló cuando nos casamos.  El motorista iba vestido con ropa de la mili y se quitó el casco para dirigirme la palabra. No sé por qué pero una paz enorme se apoderó de mí, como si espera aquel encuentro.   Me llamó por nombre y me dijo:

– ¿ Paco, a dónde vas por aquí?

  Al principio no lo reconocí, pero enseguida caí en la cuenta de quién se trataba. Aquel hombre a quién yo había ayudado en un momento de su vida,  me reconoció desde lejos y, extrañado de mi estrafalario aspecto a esas horas de la noche detuvo la marcha de su  moto desde el bar donde trabajaba  hasta Nueva Jarilla donde residía. No pude contestarle antes de que me dijera:

  • ¡ Anda,  móntate que te llevo a casa! ”.

 Le insistí que quería ir a la finca dos kilómetros más adelante porque había discutido con mi esposa y no quería volver allí. No me dejó ni hablar. Como si hubiera captado  a la perfección lo que me ocurría, con una determinación que no dejaba lugar a dudas, me obligó a montarme en su moto y me dijo:

  • ¿Dónde vives?

Dio media vuelta  y me llevó en su moto por el camino opuesto a dónde él originalmente se dirigía. Tres kilómetros de frío paseo en la moto de aquel Ángel de la Guarda que Dios puso en mi camino de desesperanza.

Esperó a que cruzara el portal de acceso de mi casa y me dijo, entra que es tarde y aquí es donde tienes de estar.

Cuando entré a casa,  mi mujer me esperaba despierta. No hubo apenas más palabras aquella noche, sólo miradas y suspiros de alivio,  pero supe que Dios no permitió que cometiera una locura que hubiera cambiado para siempre nuestras vidas y la de nuestros hijos.  Los días  sucesivos hablamos mucho y nunca más volvimos a vivir una situación como aquella.

Cualquiera me diría que la casualidad se había aliado esa noche con mi buena suerte. Que de una u otra manera habría solucionado mis problemas aquella jornada, o a la mañana siguiente, o en unos días a lo sumo.  No, no lo creo. Como dijo Becquer en una de sus rimas:

“Asomaba a sus ojos una lágrima

A mis labios una frase de perdón

Habló el orgullo y se enjugó en llanto

Y la frase en mis labios expiró

Yo voy por un camino

Ella por otro

Pero al pensar en nuestro mutuo amor

Yo dio aún:

¿Por qué callé aquel día?

Y ella dirá:

¿Por qué no lloré yo?”

Nuestro matrimonio lo bendijo Dios y nunca nos ha abandonado, a pesar de los roces, las discusiones y los malos momentos. Él siempre ha estado con nosotros para evitar que esa unión se rompiera de forma irreversible.

Muchas veces nos cegamos o no queremos ver las cosas ni los signos que nos rodean. Dios se vale de personas que se cruzan en nuestro camino en un momento determinado y que, a la postre, cambian nuestro destino, nuestra vida, nuestra suerte. Basta con abrir un poco los ojos del corazón para darnos cuenta de esos signos.

`Paco Zurita

Enero 2020

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