EL DESTINO

Un cliente una vez me contó  que venía de un funeral, el funeral de un amigo de veinte y pocos años que había encontrado la muerte en la carretera. Según me explicó, era  un pedazo de pan y muy querido por sus compañeros y amigos. El día de su accidente no tenía previsto trabajar, pero una compañera le pidió que le cambiara la guardia porque tenía un asunto familiar importante.  El joven accedió a la petición y cuando se dirigía al pueblo donde tenía el centro de trabajo, un accidente segó su vida.

Dicen que nunca cogía por la carretera que tomó aquel día y que el accidente se produjo cuando, tratando de esquivar a un perro que se cruzó en la calzada, se encontró de bruces con un camión que lo mató en el acto.

Mi cliente me comentaba que  el joven tenía la cita con la muerte ese día porque el destino así lo quiso.  Yo me pregunto si cada uno de nosotros no tenemos un destino grabado en la ruta de nuestra vida y que, hagamos lo que hagamos, no podemos hacer nada por cambiarlo.  Es fácil hacerse muchas preguntas cuando suceden cosas como éstas y pensar que la suerte de nuestro destino está echada. Pero no podemos caer en la tentación de dejarnos llevar por el destino sin poner nada de nuestra parte.  También conozco muchas personas que se han resistido a la inercia de los acontecimientos y han luchado con todas sus fuerzas por labrarse su propio futuro. Esas personas luchadoras son dignas de mi admiración y, supongo, de la admiración de cualquiera.  Son aquellos individuos que son capaces de apostar cuando no llevan juego y piden otras cinco cartas para ganarlo todo. No podemos dejarnos llevar por los acontecimientos que consideramos inevitables. El joven que murió podía haber cogido por la carretera de siempre y también podría haber optado por frenar,  aún a riesgo de atropellar al perro. No lo hizo y eso le costó la vida.

En una homilía de mi amigo Luis,  que escuché un verano años más tarde,  encontré la respuesta a mis preguntas:

Un desempleado se sentó a orar para pedirle a Dios que le diera trabajo. Siguió firme en su empeño y acudía día tras día a la iglesia para insistir en la petición. Pasaron días, semanas, meses y el pobre hombre seguía sin encontrar el ansiado empleo. Un buen día, enojado,  le dijo a Dios que era injusto y cruel por no hacer caso a tan justa petición. En medio del silencio del templo, Dios le habló y le dijo: Hijo mío, te propongo que durante un mes cambiemos los papeles y tú te quedes aquí para escuchar las peticiones de los fieles. Sólo una cosa no puedes hacer; hablar. El hombre, aunque extrañado por la proposición del crucificado, accedió a ello.

El primer día, estaba Dios sentado en la banca y él en la cruz, a la espera de las primeras peticiones. Llegó un viajante y se sentó a orar y dijo: Dios mío, ayúdame en este negocio porque de él depende el bienestar y el futuro de la familia. Tenía un maletín junto a él cuando llegó un hombre y con un movimiento brusco, tomó el maletín y salió corriendo. Al ver esto nuestro protagonista, viéndolo desde la cruz, se olvidó de la promesa y gritó. Al oír los gritos el ladrón, asustado,  soltó el maletín y  salió despavorido de la iglesia. El hombre pudo recuperar el maletín que contenía el trabajo que tenía que presentar al día siguiente. Pero nunca llegó a presentarlo porque el barco que tomó aquella tarde se hundió y él murió en el naufragio. El ladrón iba a salvarle la vida aunque perdiera aquel estupendo negocio. Dios sabe lo que nos depara pero son nuestras decisiones las que marcan el destino.

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