CAPILLA DEL SAGRARIO DE LA IGLESIA DE SAN MATEO. JEREZ. |
EXALTACIÓN EUCARÍSTICA |
HERMANDAD SACRAMENTAL DE SANTIAGO |
FRANCISCO JOSÉ ZURITA MARTÍN |
4 De Junio de 2015 |
“Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna”
Dios se enamoró del hombre desde el principio de los tiempos y buscó incansablemente que éste se diera cuenta de su amor. Por ese infinito amor, el Señor envió mensajeros de su palabra para que, por medio de ella, los hombres lo conocieran. Pero el hombre era obstinadamente terco y ciego y no supo ver sus señales, sus signos y su mensaje de salvación, y no lo reconoció.
Algunos hombres piadosos y temerosos de la palabra de Dios advirtieron de nuestros vicios y pecados, pero fueron despreciados y desdeñados por la mayoría. Pero Dios no se olvidó del hombre y siguió perdonando nuestros desprecios.
Muchos siglos pasaron, muchos prodigios se produjeron, muchos hombres nacieron y Dios siguió sin recibir respuesta de ellos…
No se cansó de enviar profetas que se afanaron en proclamar el inmenso amor que sentía hacia los seres humanos y su insaciable deseo de llegar a sus corazones. El hombre respondía con sacrificios inútiles que no agradaban a Dios, y seguía poniendo la Ley por encima de la misericordia, olvidándose de la caridad y del amor.
Entristecido por la dureza del corazón humano, se preguntó Dios qué más podría hacer para llegar a su corazón y que por fin comprendiera hasta dónde alcanzaba su misericordia. Hablaba con Sí Mismo dirigiéndose al Hijo y el Hijo también hablaba con Sí Mismo dirigiéndose al Padre y el Espíritu Santo hablaba con los Dos y no se podía distinguir quién era cada uno de ellos, porque todos eran el mismo y Único Dios.
Dios buscaba la forma de llegar definitivamente a nosotros, comprender al hombre para que el hombre Lo comprendiera de una vez y para siempre a Él. Era tan grande su amor por el hombre que estaba dispuesto a hacer lo que fuera para conseguir llegar hasta Él.
Su palabra, que era el principio de todo, no llegaba a la obra cumbre de su creación, al ser hecho a imagen y semejanza suya, a aquel por quién sentía tan inmenso amor.
Y Dios hablaba con su Hijo y el Hijo escuchaba y el Espíritu crecía con el amor de los dos. Y pensó Dios que su palabra tendría que hacerse carne para llegar al mundo de los hombres.
El amor del Padre hacia el Hijo y del Hijo hacia el Padre era tan inmenso que el Espíritu Santo sembró la palabra en la carne del hombre y María, esa mujer sencilla y temerosa de Dios, fue esa Puerta del Cielo por la Dios llegó a nuestro mundo.
El Espíritu Santo cubrió con su sombra a María, que acogió humildemente en su seno la voluntad de Dios y la Palabra se hizo carne para habitar entre nosotros. Jesús, Hijo de Dios, hijo de María, nació hombre, siendo Dios, en Belén de Judá….
Dios Padre le preguntaba,
Dios hijo le respondía
y el Espíritu asistía
y con ellos dialogaba.
La Trinidad que indagaba
cómo los seres humanos,
obra de sus propias manos,
no reconocen su amor,
ni conocen al señor,
ni aman a sus hermanos.
Les fue dado el paraíso;
el paraíso soñado,
y, abrazándose al pecado,
rompieron su compromiso.
Fue porque el hombre lo quiso,
mas Dios no los dejaría,
que Moisés como guía,
los ayudó en el desierto
y en las tierras del Mar Muerto,
vieron renacer sus días.
De Egipto los fue a sacar,
de la esclavitud sufrida,
y los condujo en su huida,
separando en dos el mar.
Qué más les podría dar
a este pueblo terco y ciego
que esculpir en piedra a fuego
unas leyes que cumplir
y así pudieran vivir
en justa paz y sosiego.
Sin vergüenza, sin decoro,
de Moisés se olvidaron
y juntos se arrodillaron
ante un becerro de oro.
Rechazaron el Tesoro
del Arca de la Alianza,
quebrando la confianza
del Dios que les dio la vida,
alma de Dios dolorida
que mantuvo la esperanza.
A profetas envió:
“Id, y enseñad mi palabra,
que el corazón se les abra
y así conozcan a Dios”.
Más el amor que les dio
ciegamente despreciaron
y de nuevo se olvidaron
del amor del Creador….
Mas siguió amando el Señor
a los que le abandonaron.
Tengo que hacer algo más:
Tienes que ir hijo mío,
que en este pueblo confío
y a donde yo voy Tú vas.
De una mujer nacerás,
viviendo entre los mortales
y conocerás sus males
y el porqué de sus pecados.
Yo siempre estaré a tu lado
en los prados celestiales.
Tú serás manso cordero
por ellos sacrificado.
Morirás crucificado
traspasado en un madero.
Yo seré tu varadero
a la hora de la muerte
y podré de nuevo verte
en la gloria de los cielos.
Te levantaré del suelo
cuando el domingo despierte.
Serás así su alimento,
su sustento, su esperanza
y cantarán alabanzas
a Dios hecho sacramento.
Tus torturas, tus tormentos
les harán reflexionar
y así se podrán salvar
de la muerte y del pecado
por el pan sacramentado
hecho Dios en el Altar.
Allí me podrán buscar
cuando sus almas perdidas
quieran curar sus heridas
y su espíritu sanar.
Cuando quieran confesar
sus flaquezas, sus errores,
sus faltas, sus sinsabores.
Que los estará esperando,
loco por ellos y amando,
“El amor de los amores”.
“Aquí está la sierva del Señor, hágase en mí, según su palabra”. Y María se convirtió en el Arca de la Nueva Alianza.
Los primeros cristianos, en los tiempos de las persecuciones, guardaban la sagrada Hostia en cajitas o lienzos que llevaban a sus casas, conscientes de que guardaban el más valioso tesoro. Se dejaban la vida en el Coliseo sabiendo que el contenido de esas cajitas era la luz verdadera y eterna.
Poco a poco estamos quitando valor a ese enorme Tesoro que nos dejó el Redentor. Muchas corrientes cristianas se alejan cada vez más de la creencia de esa Presencia Real de Cristo en la Eucaristía. Hoy, que tantos cristianos están siendo masacrados en el mundo, podríamos ver en ellos la fuerza que están recibiendo de ese Tesoro que se llama EUCARISTÍA. Ellos lo esconden por miedo a que se lo quiten. Nosotros lo escondemos por vergüenza…. Ellos mueren por defender sus creencias y nosotros, en un mundo mucho más seguro, matamos nuestras creencias….
Qué divino tesoro es saber que Dios está siempre presente en el Sagrario, no importa el día ni la hora. Que no se cansa de esperar nuestra visita aunque, en nuestra habitual torpeza, no sepamos qué decirle, ni sepamos qué nos quiere decir. Dios escucha en silencio nuestras intenciones, nuestras preocupaciones, nuestros desvaríos y comprende las limitaciones y las torpezas propias de nuestra condición humana.
Él se hizo hombre, en su afán por conocernos, por entendernos. Llegó al mundo como cualquier ser humano; naciendo de mujer. Una mujer escogida cuidadosamente por Dios para que fuera ejemplar hija, abnegada esposa y dolorosa madre. Ella, María, hija predilecta de Dios, iba a ser El Arca de la Nueva Alianza y el primer sagrario del Redentor.
Me imagino a María, camino de la casa de su prima Isabel, por aquellos inhóspitos parajes de la Palestina del siglo primero. Dentro de su vientre llevaba ya a Jesús. Juan el Bautista ya lo reconoció estando los dos en los vientres de sus madres. Muchos se cruzarían con ella por el camino, con ese primer Sagrario humano que custodiaba al mismo Dios hecho hombre.
El Hijo de Dios y de esa Mujer llena de Espíritu pasó entre los mortales removiendo las conciencias y sembrando tempestades. Predicó la doctrina de la verdad y del amor porque era la única posible para ser verdaderamente libres.
Cumplió la voluntad del Padre y se entregó a la muerte, porque sólo los hombres mueren. Como aprendí de mi admirado Felipe Ortuno, Él sintió el abismo de la muerte en Getsemaní viendo que la vida se le acababa….Experimentó la soledad que sólo un hombre mortal puede sentir.
Dios estaba con Él y su espíritu de Dios lo sabía, pero su alma humana lo dudaba…. Y sufría….
Pero, como hombre, acabó confiando en Dios y el Dios que llevaba dentro no abandonó al hombre. LLevaba el Espíritu de Dios porque Dios estaba con Él y Él era Dios.
Fue su sacrificio el que nos permitió conocer la grandiosa caridad de Dios, que se entregó a Sí mismo para que finalmente creyéramos. Él nos libró de la pesada carga del pecado y nos enseñó a vivir de otra manera. De Él aprendimos, como nos recordó San Pablo, que la salvación se alcanza por la doctrina del amor, amando sin límites, comprendiendo sin límites, perdonando sin límites…..
Callas, Señor, ¿Por qué callas?
Respondes en silencio a mis plegarias
y me pierdo de Ti en tu presencia.
No te vayas, Señor, no te me vayas….
mi torpeza en oírte es manifiesta.
Quiero escuchar tu voz que me susurra.
Un grito que palpite en mi conciencia.
Te busco en el silencio de la aurora.
Te busco en la luz de la mañana.
Te busco como el sol entre las sombras.
Y, perdido en mi empeño, no hallo nada.
Sé que estás ahí, que no te escondes,
que me hablas sin voz en tu silencio,
que me amas Señor en mi desprecio,
que callado, Señor, Tú me respondes.
Perdóname, Señor, por mi ignorancia,
por pretender tu amor a cualquier precio,
por no entender la forma en que me hablas,
por ser tan sordo, tan ciego y ser tan necio.
Quisiera revivir esos momentos
en los que pude gozar de tu presencia,
que me duele Señor sentir tu ausencia
y de buscarte en vano me atormento.
Enséñame, Señor, a comprenderte.
Enséñame, Señor, a contemplarte.
Enséñame, Señor, a deleitarme,
escuchando tu voz sólo un momento.
¡Qué duros se me hacen tus vacíos!
¡Qué triste tu ausencia de respuestas!
¡Qué duras, qué heridas tan molestas
alejarme de Ti en mis desvaríos!
Sé que escuchas, Señor, sé que lo haces.
Y si no sé escucharte es culpa mía,
mas mi alma expectante se confía
a tanto bien, Señor, como nos haces
estando con nosotros noche y día.
Miro al Sagrario y me acuerdo de María;
la madre que te tuvo en sus entrañas,
la que oyendo palabras tan extrañas,
fue hija, fue esposa y se hizo madre
del Dios que le pidió ser su sagrario.
Ella supo seguirte hasta el Calvario
llorando al hombre y alabando al Padre.
Te amamantaron sus pechos virginales,
te durmieron sus arrullos y sus nanas,
viviste su alegría en tus mañanas
y su temor en tus tardes otoñales.
Sonreíste a sus besos maternales.
Sufriste por sus hondos sufrimientos.
Y lloraste su llorar por tus tormentos,
por tu muerte en la cruz, por tu abandono.
Mi egoísmo, Señor, no me perdono,
por presentarte sólo mis lamentos.
Ahora entiendo, Señor, cuándo te siento.
Ahora entiendo tu noble sacrificio,
pues tu presencia, mi Dios, yo la acaricio
cuando te entregas a mí como alimento.
Comiéndote, Señor, te llevo dentro.
Sentir lo que sintió tu joven madre.
Sentir que vas conmigo por la vida.
Sentir cómo sanan mis heridas.
Sentirte a Ti, Señor, mi Dios, mi padre.
¡¡¡Dios mío, Dios mío!!! ¿Por qué me has abandonado?
Cuántas veces nos hemos sentido abandonados por Dios. Hasta el mismo Jesucristo sintió ese doloroso abandono cuando estaba a punto de expirar en la cruz. Cuando estamos ante un abismo de amargura y preocupaciones sólo Dios nos queda para llenarlo y, si no lo encontramos, le culpamos de su ausencia y le reprochamos su abandono.
Jesucristo compartió con nosotros muchas experiencias que sólo los hombres pueden experimentar. Él tampoco renunció al dolor ni a la muerte.
No era insensible al sufrimiento, curando a ciegos, a paralíticos, a poseídos, a enfermos… y resucitando a los muertos. Pero para Él no era importante darle a Lázaro unos años más de vida, que eran unas gotas de agua en el océano de los tiempos. Lo verdaderamente importante era que Él era el camino, la verdad y la vida. Vida con mayúsculas, vida eterna, vida para siempre….
Es en los momentos de angustia cuando necesitamos más a Dios y donde más se hace presente su cercanía a nosotros. En los hospitales, en las tragedias, en las injusticias, Dios está cerca y se hace uno de nosotros. Es cuando ese Jesús sufriente, cargando con la cruz camino del Calvario, muerto de dolor por sus heridas y sangrando por los cuatro costados, se hace más humano y nos comprende.
Y ante el vértigo de la muerte, de lo desconocido, de nuestra humana debilidad ante ella, Dios se convierte en baluarte y refugio y le hablamos más de cerca, porque sólo queda Él.
A veces accede a alargar un poco más nuestra presencia en este mundo y otras, si Él lo quiere así, decide abrirnos las puertas del Cielo y de la Vida Verdadera.
En el Calvario, un ladrón le tentaba para que le salvara la vida en este mundo. El otro, Dimas, se puso en sus manos y Jesús le dio la vida eterna.
No podemos evitar el sufrimiento, ni la enfermedad, ni la muerte porque forman parte sustancial de la vida humana. Jesucristo lo vivió en primera persona y por eso nos comprende mejor que nadie. No se trata de evitarla, sino de darle sentido porque en el sufrimiento, en el dolor y en la muerte está el camino que lleva a la salvación eterna.
Y ese sacrificio lo hizo Dios por nosotros. Él dio el primer paso, el marcó el camino. El fue el cordero que quita el pecado del mundo. Ese sacrificio, su sacrificio, lo tenemos aquí, delante de nosotros…..
Es cuando más se vive tu presencia;
En las penas, dolores, sufrimientos,
aunque torpe, Señor, llore tu ausencia.
Fuiste a la cruz, sin quejas, sin lamentos;
perdonando a los que el mal te hacían
y amando hasta tus últimos momentos.
Te insultaban, te pegaban, te escupían.
Pedían que te bajaras del madero.
Se mofaban de ti y se reían.
Y Tú, Dios mío, cual manso cordero,
pidiendo al Padre que los perdonara,
fuiste llevado reo al matadero.
Ya en la cruz te rogó que te acordaras
de su alma, un ladrón arrepentido,
pidiéndote, Señor, que Tú lo amaras
Y Tú gozoso, de su amor prendido,
lo llevaste contigo al cielo eterno
Quedándose el ladrón en Ti dormido.
¿Por qué temer al fuego del infierno?
¿Por qué temer al pozo de la muerte?
¿Por qué temer al valle del averno?
Que amar es la forma de tenerte.
Que amarte es la forma de adorarte.
Y sufrir; otra forma de comerte.
Vivir tu sufrimiento para darte.
Ofrecer el dolor en sacrificio,
sufriendo, Señor, para alcanzarte.
Que es muy grande, Señor, el beneficio.
Y estar cerca de Ti es el tesoro
más grande, Señor, que yo codicio.
Ver tu rostro de luz lo que yo añoro.
Tras un campo de cardos solitario.
Que en el dolor, Señor, yo no lo ignoro
Estás presente, haciéndolo sagrario.
Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas; porque a ellos les gusta ponerse en pie y orar en las sinagogas y en las esquinas de las calles para ser vistos por los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Pero tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre que está en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Tenía razón el Señor cuando dijo que no sólo de pan vive el hombre, sino de la palabra que sale de la boca de Dios. Tenemos necesidad de hablar con Dios y de que Dios nos hable. Yo, imagino que como todo el mundo, he vivido etapas de grandes crisis de fe que me sumían en un profundo pozo de tristeza y amargura. Pero Él nunca abandonaba, seguramente porque su tristeza, más fuerte aún que la mía, se transformaba en gestos de profundo amor para hacerme volver a su lado.
No hay nada comparable a sentir a Dios y estar en gracia con Él. Hay sensaciones para las que no existen palabras ni comparaciones con otras que podamos explicar por medio de ellas. Pero puedo Decir que en esas, siempre pocas, ocasiones en las que he podido sentir la magia de estar cerca de Dios, todos los placeres de este mundo han quedado eclipsados por tan sublime sensación.
Cuando me siento ante Él en el sagrario, muchas veces no digo nada o divago en las preocupaciones que me pasan por la cabeza. Sé que está ahí. Me siento como el hijo que va a ver a su madre y no le dice nada, pero necesita verla. Sé que me quiere y que me perdona todo y que ella me responde en silencio llena de gozo por mi visita.
La oración silenciosa es la que me da fuerzas y ánimo para enfrentar el día a día y cuando termino, le pido a Dios con insistencia que se quede conmigo aunque no haya podido hablarle ni escucharle…
Cuando comulgo, pienso que ese Dios al que he visitado cada día, al que he intentado hablar y escuchar, al que he contado mis miserias y mis alegrías, mis intenciones fallidas, mis propósitos fracasados, mis miedos y expectativas, mis deseos de llegar a Él, Lo llevo dentro de mí porque no le ha importado lo sucia que estuviera mi casa. Entonces cierro los ojos y pienso cuán generoso y grande es ese Dios que se ha hecho alimento y se ha alojado en mi pobre morada para convertirla en Sagrario de su bondad.
Pienso en ese Centurión romano que tanto amaba a su siervo judío. No se atrevió siquiera a pedirle a Jesús que visitara su casa, pero su fe conmovió a Dios e hizo de su casa un sagrario de su amor sin ni siquiera visitarla.
A Jesús le conmovió la fe hacia un Dios que al romano le era desconocido, pero al que se aferró ardientemente y al que confió su última esperanza. A Cristo le impresionó el amor del Centurión hacia su siervo porque el amor trasciende razas, creencias y religiones….
Y no fue necesario que acudiera a la casa de ese centurión para salvar al siervo porque su fe lo curó.
Entonces le pido a Dios que perdone mi desorden porque, aunque no merezco que me visite, sé que no le importa hacerlo si sinceramente me avergüenzo y me arrepiento de no prepararle una morada mejor, si realmente es el amor hacia los demás lo que me guía y no mi propio egoísmo.
Y cuando está dentro, respiro hondo y me dejo inundar por su misericordia y escucho el silencio, en silencio, su voz….
Yo cuando entro en un templo
busco una luz encendida
que me indique tu presencia,
Señor y dador de Vida.
No busco grandes tesoros.
No busco oro, ni plata.
Busco en silencio tu rostro.
Busco un susurro en mi cara.
Busco tu aliento y tu fuerza.
Busco escuchar tu palabra.
Busco la paz y el consuelo.
Busco que sacies mi alma.
En el Sagrario te encuentro
esperando en la mañana,
cuando la tarde se cierne,
cuando el día ya se apaga.
No te cansas de esperar,
aunque la espera sea larga,
aunque te falle Señor
y te sea mi vida amarga.
Eres mi fuerza y mi guía.
Eres farol de esperanza.
Eres la luz que me alumbra
y el puerto que me resguarda.
Eres consuelo en la angustia.
De la tormenta eres calma.
La alegría de las penas.
El viento de la bonanza.
Eres, Señor, Buena nueva.
Oasis en lontananza.
Eres quien mi vida llena
cuando la pena me alcanza.
Qué suerte tenerte ahí,
mi Jesús Sacramentado
que yo, que no te merezco
sólo miserias te ofrezco
y Tú ya me has perdonado.
Me has perdonado, Señor,
conociendo mis vilezas,
retirando las malezas
de la espiga, Sembrador
No existe mejor pastor
que cuide de sus ovejas
y en su cuidado no dejas
de desparramar amor.
Amor que das a raudales
sin importar el pecado,
como amante enamorado
que se olvida de los males
Tú me conoces mejor
que me conozco a mí mismo.
Contigo lleno un abismo
de miserias personales.
Abres grandes ventanales
cuando una puerta se cierra,
semillas en buena tierra,
que renacen en trigales.
¡¡Qué suerte tenerte ahí,
Aunque no te diga nada!!
porque mi oración callada
te habla, Señor, así.
Te hablo con mi mirada.
Por mis vagos pensamientos,
conoces los sentimientos
de mi alma atribulada.
Qué suerte contar contigo,
saber que siempre me esperas
y, aunque nunca aparecieras,
sé que siempre estás conmigo.
Quiero ser tu relicario
comiéndote en pan y vino,
porque tu cuerpo divino
hacen de mí tu sagrario.
«Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recibisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.…”
Cada mañana, empiezo el día visitando al Señor en algunos de los poquitos sagrarios que están abiertos a tan temprana hora. Las Reparadoras (hoy adoratrices del Santísimo Sacramento), Las Agustinas, Las Hermanas de la Cruz y las Clarisas de la Calle Barja, son las primeras que abren. Casi siempre acudo a la capillita de las Hermanas de la Cruz. Dejo mi bici en la reja y me sumerjo en su mundo de paz y alegría. Muchas veces, no tengo palabras qué decir y dejo que mi mente fluya y deje escapar todos los problemas que me esperan en el día a día. Muchas otras, espero en vano que Dios me hable y sólo encuentro el eco de mi propia voz pidiendo respuestas.
Dios habla, claro que sí, pero muy pocas veces soy capaz de abrir mi corazón y dejar que me diga las cosas que me quiere decir.
Miro cómo encienden las velas para la Eucaristía a la que, desgraciadamente, no me puedo quedar porque el trabajo me espera. Observo el mimo con el que preparan el altar y perfuman la capilla para ungir al Señor que se entregó por ellas y por todos nosotros.
Sus caras resplandecen de alegría. Muchas no están porque han pasado la noche en vela cuidando a ancianos y a enfermos. Y las que están, rezan, leen y escriben apuntes en sus libritos. Viven una vida llena de privaciones y ausencia de lujos y resplandecen con una luz que ilumina sus rostros.
Me paro a pensar en sus vidas y me doy cuenta de que Dios ya me está hablando a través de ellas. No tienen sentido mis visitas al Sagrario si no escucho lo que Dios me quiere decir, lo que nos quiere decir.
Cada uno tenemos nuestras propias vidas y no todos podemos ser religiosos ni tener su carisma, pero sí que podemos, en la medida de nuestras posibilidades, hacer la vida más fácil a los demás y darnos más a los que más nos necesitan.
Me dejo llevar de nuevo por el susurro de Dios y pienso en lo que soy, en lo que hago, en lo que Él, en definitiva, ha querido de mí. Pienso en mi cruz de cada día, en las tensiones del trabajo, en las dificultades que plantea la jornada que empieza, en la responsabilidad hacia los hijos, en las obligaciones como esposo, como hijo, como hermano…
Y entonces me doy cuenta de que cada uno, en nuestro carisma, tenemos que seguir el ejemplo de Cristo y tratar de imitar su conducta como hombre, para llegar hasta el Dios que llevaba dentro, que llevamos dentro…
No siempre hacemos lo que queremos, pero si somos capaces de ver en las dificultades de la vida la mano de Dios, podremos ser más libres, más felices. Imaginar que llevamos su cruz un trechito del camino que Él cubrió hasta el Calvario, pensar que el sufrimiento es inevitable, pero que es parte del precio que hay que pagar para sentirlo más dentro de nosotros. Pensar que ese Dios que está ahí, hecho sacramento en el Sagrario, lo llevamos dentro de esa manera…. Porque Él, lo quiso así…
Le podemos hablar a Dios cuando estamos ante el Sagrario, porque está allí. Le podemos hablar cuando comulgamos, porque está dentro de Nosotros. Y le podemos hablar cuando nos damos a los demás porque estamos comulgando con ellos y con Él.
Cada mañana, tempano,
voy a buscarte, Dios mío,
que en Ti, Señor, yo confío
pero en mí confío en vano.
Llévame Tú de la mano
por las sendas de la vida,
que mi alma dolorida
busca la paz y la calma,
alegrándose mi alma
de tu luz siempre encendida.
Cuando aún no ha amanecido
las monjas ya están despiertas
y abren puntual sus puertas,
aunque muchas no han dormido,
que de noche han asistido
a enfermos pobres y ancianos,
que en esos seres humanos
ven el rostro del Señor;
Le dan paz, le dan amor
al Señor y a sus hermanos.
Y yo que pido respuestas
me encuentro con el vacío,
que este corazón impío
no entiende lo que contestas.
Ni siquiera me amonestas
por esta ceguera mía
que mi alma desvaría
por necedad y egoísmo,
pensando sólo en mí mismo
y no en lo que te daría.
Basta con mirar sus caras
su sonrisa, su alegría….
Porque te ven cada día
y Tú, Señor, las colmaras
y sus lágrimas secaras
por su entrega a los demás.
¿Cómo Tú no les darás
esa paz que tanto ansío?
y el pobre corazón mío
sabrá qué me pedirás.
Porque darse a los demás
es también el alimento
que Tú hiciste Sacramento
muriendo por Barrabás.
Por él y por muchos más,
dando así tu propia vida
y no es justo que te pida
más respuestas, más ayuda,
pues mi alma ya no duda
ni se encuentra confundida.
Y cuando vaya a buscarte
con mi cesta de problemas,
me olvidaré de mis temas
y trataré de escucharte.
Porque si pretendo amarte
y, Señor, ir a tu encuentro,
he de llevarte muy dentro
comulgando en el amor,
como el pan que, Tú, Señor
nos diste por alimento.
Hijitos, estaré con vosotros un poco más de tiempo. Me buscaréis, y como dije a los judíos, ahora también os digo a vosotros: adonde yo voy, vosotros no podéis ir. Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado, así también os améis los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros.
Aquellas pocas horas en las que transcurrió la Última Cena con los Apóstoles, nuestro Señor Jesucristo resumió con sus palabras y sus actos toda la doctrina del Dios que lo envió. Como cualquier hombre sabedor de estar viviendo sus últimos momentos en este mundo, Jesús se rodeó de los más cercanos y les transmitió dónde encontrar las llaves del Reino de los Cielos.
No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos. San Agustín, unos años más tarde, pronunciaría su famosa frase “Ama Deum et fac quod vis” (Ama a Dios y haz lo que quieras).
En esa noche Dios hecho hombre anunció a sus discípulos, reunidos en el cenáculo, una nueva y eterna alianza con los hombres.
Eterna porque siempre existió, existe y existirá; Dios nunca nos dejará de su mano. Nueva porque esta vez la sellaría con su propia sangre para asegurarse de que esa unión fuera la definitiva.
Etimológicamente Eucaristía, proviene de la palabra griega “Eucharistía” que quiere decir “acción de gracias”. Son innumerables las razones por las que debemos dar gracias a Dios, aunque muchas veces no lo entendamos y nos quejemos de sus supuestas ausencias.
Cristo, en la cena, dio gracias al Padre, y se hizo alimento partiendo y repartiendo el fruto de la tierra y del trabajo de los hombres. No hay nada como el pan y el vino para simbolizar la unión de la obra de Dios – la tierra y sus frutos- y la obra de su obra predilecta –el pan y el vino elaborado por los hombres-.
Nada de ello sería posible sin el amor entre Dios y los hombres, compartido en forma de pan y vino y simbolizando la entrega de la vida de Jesucristo por amor a los demás…
Comulgar es compartir, es servir, es amar… En la cena vivimos nuestros momentos más íntimos con los seres queridos, con aquellos a los queremos acoger, con todos los que ansiamos tener en nuestras vidas…. Damos lo mejor que tenemos y sabemos hacer…. Y amar a los demás es amar al mismo Dios.
Comulgar es seguir el ejemplo de Cristo, siendo los siervos de los demás, aceptando el sacrificio en primera persona, alegrándonos de todo lo bueno que el Señor derrama en nuestras vidas.
Comulgar es llevarnos a Cristo dentro de nosotros, haciendo que el milagro de la consagración nos haga sarmientos de su vid y espigas de su trigal.
Comulgar es imitar a Cristo y alcanzar su gracia siendo parte de su Cuerpo Místico.
Comulgar es amar, y amar es entregarnos por los demás como Cristo hizo por nosotros….
Señor, cuando yo comulgo,
cierro los ojos y pienso
que Tú mismo me estás dando
un trocito de tu Cuerpo.
Sueño que yo estaba allí
compartiendo esos momentos,
escuchando tus palabras
a la mesa, junto a Pedro.
Pienso que si yo era el Judas
que te entregó con un beso,
o el que por amarte tanto,
se reclinaba en tu pecho.
Señor de la vida eterna,
Señor del amor eterno,
Señor que tanto perdonas,
al que tanto mal te ha hecho.
Hoy seguimos siendo aquellos,
que entonces no comprendieron,
que el amor es el señor
que abre las puertas del cielo.
Todos eran pecadores
y Jesús bien lo sabía;
Unos por falta de Fe,
Y, Pedro, por cobardía.
En los postreros momentos
sabiendo que se moría,
nos dejó su amor eterno,
en forma de Eucaristía;
Que es lo mismo que querernos
y como Él, perdonarnos,
que entre nosotros amarnos
es sentir sus dedos tiernos
lavándonos nuestros pies,
curando nuestras heridas,
perdonando nuestras culpas,
acogiendo las disculpas
de almas arrepentidas.
Que tanto dudaron, dudan.
Que no creyeron ni creen,
aunque jurando voceen
que por ti dieran sus vidas.
Te fuiste solo a la cruz
a morir entre ladrones
y tu cuerpo, hecho jirones,
es el pan que da la luz.
Es el pan que lleva al cielo.
Que colma nuestros anhelos.
Que nos llena de tu Gracia.
Que nos cura, que nos sacia.
El que nos tiene Contigo.
Es la vida del amigo
que la entrega por salvarte.
¿Cómo no voy a alabarte
cuando te siento Conmigo?
Porque mi mayor castigo
es alejarme de Ti.
No sentir la Comunión
del Espíritu divino;
Pan el Cuerpo, Sangre el vino,
del que se dio por amor
El Señor, El Redentor
¡Puro amor! y ¡ya termino!