PREGÓN DE NUESTRA SEÑORA DEL SAGRADO CORAZÓN

El latido del corazón de una madre es quizás el recuerdo más entrañable y auténtico que puede tener el ser humano.
Ese cordón umbilical que nos une a ella antes de nuestra venida al mundo es un nexo que conforma una relación indeleble con la mujer que nos llevó en su seno.
El mismo Dios, autor de la creación y de la vida, quiso venir a este mundo a través del vientre de una virgen a la que el Espíritu Santo cubrió con su sombra. No podría escoger el Creador una doncella más pura y llena de Gracia que aquella que se ofreció como esclava del Señor ante el anuncio del arcángel San Gabriel.
Jesús, antes de nacer en Belén, recibió de María todo el sustento y amor que una madre entrega al hijo que crece en su vientre, sabiendo además como sabía, que ese ser que crecía en su seno y cuyo diminuto corazón ya empezaba a palpitar en su interior,  era el hijo de Dios.
¿Qué oraciones en forma de susurros amorosos podría haber más hermosas y cercanas que aquellas que dirigiera la Virgen María al Dios que crecía en su vientre?
¿Qué respuestas podría haber acaso más intensas y reales que los latidos del pequeño corazón de Jesús a las palabras amorosas de su Madre?
Un corazón que late es signo de vida y es símbolo de amor. Un corazón que ama ardientemente, late con fuerza cuando siente cerca al amado, cuando sufre por él, cuando se entrega por él.
María se entregó en cuerpo y alma para hacer posible la obra redentora del Salvador y ese nexo de unión  con la criatura de su vientre es el latido unísono de dos corazones que amaban profundamente al creador del mundo.
Quizás por ello, no hay camino más directo y certero a Dios que dirigir nuestra mirada a nuestra Madre del Cielo, aquella que hizo posible que Cristo viniera al mundo, aquella que puso tantas veces su mano en el pecho de Jesús para sentir el latido de la vida eterna y del amor de Dios.

Este corazón ardiente
que te susurra su amor
es el corazón, Señor,
de tu esclava penitente
al sentir que la simiente
que el mismo Dios puso en ella
es hoy la feliz doncella
del sagrado corazón.
¿Hay acaso mejor don
o gracia alguna más bella?

Mi susurro es oración
y mi oración es susurro
pues para hablarte recurro
al regalo y bendición
que en aquella anunciación
sembraste, Dios, en mi seno.
El diálogo sereno
Que al sentirte en mi interior
oye el latido de amor
de tu hijo, Padre bueno.




No os voy a revelar, queridos alumnos de este entrañable colegio, ningún secreto que no os haya revelado vuestro corazón ni os hayan transmitido vuestros padres o  estas entregadas monjas que tanto os quieren.
Esos corazones amantes de la Virgen del Sagrado Corazón, palpitan de amor de Dios y de amor a sus hermanos que practican cada día de  su vida a través de pizarras y oraciones. Esa entrega por los demás y por sus alumnos es la que les inspira la Virgen del Sagrado corazón para que, tras vuestro paso por el colegio, estéis   preparados para el mundo que os espera, siendo mejores cristianos y, por ende, mejores personas.
En estos años de incipiente juventud, el alma corre bulliciosa en busca de verdades existenciales  y  de planes de futuro.  En esta época de la vida que os toca vivir ahora  surgen las dudas más profundas pero también se cimientan las verdades más fundamentales y la fe más verdadera.
Seguro que muchos de vosotros habéis  pasado largas horas en el Sagrario bajo la atenta mirada de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, buscando ayuda para vuestros estudios, consuelo para vuestras frustraciones, consejos para vuestras dudas o fuerzas para vuestros retos.
Y en ese orden de cosas seguro que tendréis preciosos testimonios en los que la fe se comporta como ese granito de mostaza de la parábola....
Esas pequeñas historias que, la mayoría de las veces, quedan ocultas en la pudorosa intimidad de la fe de cada uno, son las que realmente nos confirman que Dios existe y que está dentro de cada uno de nosotros.
Por eso, queridos hermanos en la fe, no os voy a desvelar nada que no os haya sido revelado por ese corazón que palpita en brazos de esta hermosa imagen. Al fin y al cabo esas experiencias las inspira el Señor a  la medida  de cada corazón humano y es difícil trasladarlas a otros escenarios o circunstancias.
Aun así, cuando las hermanas me pidieron que os hablara de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, no puede menos que sonreír al recordar aquellos momentos de mi vida en los que esa bendita imagen salió a mi encuentro en un momento  de tribulación.
Permitidme que os hable de la experiencia de este humilde cristiano que en un momento de su vida también se encontró con Ella.
Y aunque también soy celoso y reservado a la hora de desvelar aquellos encuentros con Dios que atañen a la más profunda intimidad del ser humano, quizás la madurez que otorga el tiempo y la insistencia de estas benditas hermanas a la hora de pedírmelo (bien sabéis lo insistentes que pueden llegar a ser)  doblegaron mi inicial resistencia e hicieron que pidiera a la Virgen el tiempo que no tengo para escribir esta historia.  Al fin y al cabo, pensé mientras me lo pedían ante una imagen de esa advocación, las cosas no suceden por casualidad y Dios se toma su tiempo y sus medios para cumplir sus planes.
Así que aquí me tenéis, en vuestro colegio, ante ellas, ante Ella y ante vosotros para desvelaros una historia verdadera en la que las que la Virgen vino a mi rescate cuando las dudas de fe invaden las más firmes creencias.

A veces llegan las dudas
entre mares de tormentas
y la fe se resquebraja
buscando vanas respuestas.

Primero llega el silencio
cuando esas dudas acechan
y después la rebeldía
con el alma que se agrieta.

Se pregunta a Dios en vano
con la fe ya casi muerta
por qué nos ha abandonado
en una isla desierta.

Son las dudas de la fe
mas Dios te dice “despierta”
Ven a mí sobre las aguas
caminando con certeza
que yo no te dejo solo
aunque me cierres la puerta.




No era mucho mayor que vosotros, tan solo ese puñado de años que marcan el salto del colegio  a la Universidad. Por aquel entonces yo cursaba el cuarto curso de Empresariales en la Facultad de Sevilla. Era mi primer año en aquella preciosa ciudad, tras haber realizado los tres primeros en Jerez.
La carrera de Económicas constaba de cinco cursos así que tendría que pasar en Sevilla, si todo iba bien, otros dos años hasta obtener la licenciatura.
La experiencia de estudiar fuera era, como poco, ilusionante pero, sin saber por qué, las aguas de mi alma andaban revueltas. Tampoco ayudó aquel piso de estudiantes en el que recalé y, no por los compañeros, con los que hice buenas amistades, sino por un ambiente que hacía difícil el estudio. Éramos 11 y de varias nacionalidades, edades y planes de estudio, pero todos con ganas de diversión y juerga.
Por otra parte, siendo como era cofrade, Sevilla era la ciudad ideal para disfrutar de hermandades centenarias de incuestionable categoría y belleza.
Triana quedaba cerca,  pero la Facultad quedaba lejos de aquel piso de la calle Arjona que, durante los dos primeros meses de estancia allí, fue testigo de intensas vivencias, muchas veces contrarias a los criterios que debe seguir un buen estudiante.
Entre las variopintas personas con las que compartía piso, había una pareja americana cuya chavala me llegaba a mí al hombro y al chaval había que ponerle una mesita supletoria para que sacara los pies de la cama.
Vivía con nosotros un esforzado estudiante de Ingeniería que repetía primero por quinta vez, un francés que se declaraba ateo y que vengaba su aversión a los taxistas lanzándoles huevos desde el balcón. En una ocasión la Policía subió a buscar al culpable porque uno de los huevos impactó contra el parabrisas de un taxi y casi provocó un accidente.
También pasaron por allí varios chavales de intercambios culturales que aprovecharon bien la cultura de la diversión andaluza….y un almeriense  que, como yo, luchaba contra los elementos para sacar provecho del esfuerzo que hacían nuestros padres para pagarnos los estudios.
Así las cosas, algunas veces dejándome llevar por la corriente y otras frustrado por las circunstancias adversas, entre el poco dormir y el exceso de ganas de juerga de la mayoría de los habitantes del piso, acabé pagando el cansancio y caí en un profundo desánimo y frustración.
Desánimo que se sumaba al que ya tenía por diversos motivos que me hacían dudar de la misma existencia de Dios. Crisis de fe que Santa Teresa de Calcuta llamó “noches oscuras del alma” y que hacen tambalearse los fundamentos más importantes de la propia existencia.
Desde niño había tenido una especial relevancia en mi vida la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. En cada rincón de mi casa y en la de mis abuelas había un cuadro, una figura, un bajorrelieve que te recibía sobre la mirilla del portón de entrada.
En mi dormitorio, sobre la cama, había un cuadro de fondo oscuro sobre el que resaltaba ese corazón ardiente de un niño Jesús sonriente flanqueado por sus padres en la tierra; María y José.
Mi padre, que formó parte de la congregación de los Luises, tenía cuadros del Corazón de Jesús que su querido  padre Maldonado, de la Compañía de Jesús, pintaba para su entrañable discípulo.
Aunque de forma tardía,  salí de aquel entorno familiar  y, sin darme cuenta, fui alejándome de esa vida y de Dios viendo cómo mi propia vida se desdibujaba entre la neblina de la apasionada juventud que trataba de encontrar respuestas a todas las cosas incluyendo la propia existencia humana.
Llegó noviembre, gris y ventoso como de costumbre pero con especiales ráfagas de pesimismo  sobre el habitual clima de nostalgia y recuerdos hacia aquellos que ya no estaban entre nosotros.
Llegó cargado de sentimientos reivindicativos sembrando de dudas los resortes sobre los que había construido mi realidad existencial.
Llegó movido por una búsqueda de la justicia universal que me desvelara las razones del sufrimiento humano, de las injusticias y de la propia muerte que a todos nos espera.
Y en ese mar de dudas y búsqueda incesante de la verdad, la tierra rugió al otro  lado del mundo.
El Nevado del Ruiz, el más septentrional de los volcanes del cinturón volcánico de los Andes entró en erupción y provocó una de las mayores catástrofes de la historia en  Colombia.
Concretamente, el trece de noviembre de 1985 la mencionada erupción desencadenó un enorme lahar (flujo de lodo volcánico que se compone de una mezcla de materiales volcánicos finos y agua). Dicha masa de lodo y otros materiales enterró la cabecera urbana de Armero, una localidad de 40.000 habitantes del departamento de Tolima. De la avalancha de piedras y lodo pudieron escapan apenas 15.000 personas, pereciendo un total de 25.000.
La conocida como “la tragedia de Armero” era una más de tantas desgracias naturales que siegan la vida de miles de seres humanos cada año, pero hubo un hecho que la hizo inolvidable para siempre.
Omayra Sánchez Garzón, era una niña de 13 años cuya imagen de serena paz y esperanza en la Virgen dio la vuelta al mundo, mientras su vida se apagaba sumergida del cuello para abajo en aquellas aguas turbulentas.
Después de que el lahar demoliese su casa, quedó atrapada bajo los escombros sostenida sobre el brazo de su tía ya fallecida, permaneciendo en medio del lodo durante tres días. Su valentía y dignidad conmovió a los periodistas y socorristas, quienes pusieron gran empeño en reconfortarla.
A pesar de aquella angustiosa situación en la que se encontraba la chiquilla, Omayra se mantuvo relativamente positiva, incluso entonó canciones a un famoso periodista de Colombia. Llegó a pedir comida y dulces antes de pronunciar sus últimas palabras que dirigió a su propia madre; «Madre, si me escuchas, quiero que reces por mí para que todo salga bien».
En medio de su sufrimiento,  la pobre niña alternaba momentos de miedo, de oración y llanto, pero nunca perdió su fe en Dios.
En la tercera noche comenzó a tener alucinaciones, diciendo que no quería llegar tarde a la escuela porque tenía un examen de matemáticas.
Cerca del final de su vida, se le enrojecieron los ojos, se le hinchó la cara y las manos se  le quedaron blancas. En un momento pidió a las personas dejarla, para que pudiera descansar. Horas más tarde, los trabajadores regresaron con una bomba y trataron de salvarla, pero sus piernas estaban dobladas en el hormigón inundado  como si estuviera de rodillas, y era imposible liberarla sin cortar sus piernas. Careciendo del equipo quirúrgico para salvarla de los efectos de una amputación, los doctores presentes estuvieron de acuerdo en que sería más humano dejarla morir. En total, Omayra sufrió durante casi tres noches antes de fallecer a las 10:05 del 16 de noviembre de 1985,  probablemente debido a la gangrena o hipotermia.
Todos contemplábamos con el corazón en un puño  aquellas imágenes de Omayra con la que televisiones del mundo entero abrían telediarios y programas especiales.
Todos rezábamos a Dios en distintas lenguas, sin importar razas, religiones o creencias. Todos veíamos reflejado en el rostro de esa niña, nuestros propios sufrimientos y frustraciones ante la certeza de la muerte que nos espera.
Era sábado y  parecían romperse los pocos lazos que creía que aún me unían a Dios. En mi búsqueda de la justicia divina no podía entender que algo así sucediera. Que el Padre todopoderoso dejara así morir a una niña que imploraba su ayuda y a la que permitía sufrir hasta el extremo durante tres días…
Al día siguiente tomé el último tren para Sevilla para empezar una nueva semana en la Universidad. Llegué al piso cabizbajo y confundido, con un gran vacío de convicciones y de fe.
La semana fue a peor, acumulándose fracasos académicos y personales y un enorme hastío de seguir estudiando para una vida que era tan miserable e injusta.
No sé si era enfado lo que sentía hacia ese Dios en el que había puesto mi confianza o quizás era la aceptación de la idea de que sencillamente ese Dios no existía.
Sentado en la oscuridad de mi habitación, sin ventanas y con el penetrante olor a fritanga que procedía de la anexa cocina, me senté en la mesita de estudio, iluminada por la pobre luz de un viejo flexo,  y me llevé las manos a la cadena que colgaba de mi pecho.
Era una sencilla cruz que una querida tía abuela me había regalado por mi Primera Comunión. La cogí en mi mano y estuve un buen rato apretándola sin saber bien qué hacer. No tenía sentido que siguiera llevándola puesta porque no era más que un trozo de metal que representaba a un Dios que me había fallado y, sin embargo, mientras la apretaba pensaba en todas las personas que formaban parte de mi vida. Pensé en mis padres, en mis abuelos, en mis hermanas, en mi hermandad. Pensé en todo lo que aquella cruz representaba y con los ojos humedecidos, me la descolgué y la puse sobre la mesa.
La contemplaba absorto, como quien contempla su propia vida fracasada y caduca pasar en una procesión fúnebre camino de un camposanto.
Extenuado quizás por la intensidad de aquel momento, me quedé dormido durante un buen rato porque, al despertarme,  ya casi no entraba luz por el ya de por sí lúgubre patio al que daba mi ventana.  Encendí la luz y, en la confusión del momento,  no conseguí recordar qué hacía mi cruz sobre la mesa.
Junto a ella, en uno de los extremos de la mesita, había un montón de libros apilados y entre ellos, una vieja biblia que mi madre me compró para la comunión.
Sin saber por qué, no había reparado hasta entonces en que me la había traído a Sevilla junto a libros de estudio y otros temas que amenizaran mis horas ociosas.
También sin entender por qué la tomé de entre el montón de libros y la puse ante mí. No sabía bien qué hacer con ella y así estuve un buen rato. Empecé a recordar las cuitas que antecedieron a mi profundo sueño. No tenía sentido que la abriera y, sin embargo, algo me empujaba a hacerlo.
La cogí entre mis manos y acerqué el mazo de hojas apretadas a mi boca. Era una de esas biblias de bolsillo de hojillas tan finas  que casi se pegaban  unas con otras. Soplé con fuerza y se fueron separando unas de otras por el soplido enérgico y continuo de mis pulmones. Y al cabo de unos segundos de incesante y loco movimiento de sus ajetreadas hojas se abrió por el libro de los salmos…
Era el salmo 22, que preconizaba las últimas palabras de Cristo en la Cruz, que en cierto modo me hablaba de Omayra y todos los sufrimientos que padecen tantos seres humanos…
Dice así:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Lejos de socorrerme las palabras de mi lamento,
Dios mío, de día clamo y no contestas,
De noche y no hay respuesta para mí,
Y tú con todo te sientas en el santuario en medio de las laudes de Israel.
En ti esperaron nuestros padres,
A ti clamaron y quedaron salvos
En ti esperaron y no quedaron confundidos.
Y yo gusano, que no hombre, todos los que me ven hacen mofa de mí.
Tuercen la boca, menean la cabeza.
“Se confió a Yahvé, le ponga a salvo ya que en él se complace”
Tú fuiste quien del seno me sacaste
Me pusiste a los pechos de mi madre.
A ti fui confiado desde el seno
Desde el vientre de mi madre eres mi Dios.
No andes lejos que en angustia estoy
Ven junto a mí pues nadie me socorre.

Y hasta ahí leí, aunque el salmo seguía describiendo con impactante exactitud los padecimientos de Cristo en la cruz. Me quedé ahí porque  quizás  hasta esa frase creí recibir las respuestas que buscaba… Y empecé de nuevo y lo repetí, una vez, dos, tres, no sé cuántas veces más. Me sentí reconfortado, entendido, como si el mismo Dios me trasladara que él también se sintió abandonado e incomprendido. Como si esas vivencias que yo sentía en mi alma él las comprendiera mejor que yo.
Mi vieja Biblia estaba llena de estampitas y oraciones y, de entre todas ellas, mientras volvía a colocarla entre el montón de libros, se cayó un pequeño recorte de un periódico que mi madre me recortó un buen día. Era una oración al Espíritu Santo, junto a una estampita del Corazón de Jesús.  Aquella tarde la entoné con el alma expectante de respuestas. La llevé conmigo mientras seguía repitiendo el salmo, que ya me había aprendido de memoria,  y salí del piso  escaleras abajo en busca de un sagrario donde rezarla.

Llegué a la iglesia de la Magdalena y, nada más entrar, me cautivó una hermosa imagen del Sagrado Corazón. Me paré un ratito, sobrecogido por su belleza y continué mi camino hasta la capilla del Sagrario. Me senté en el último banco en silencio y contemplé el hermoso tabernáculo sobre el que había una portentosa Inmaculada que me sonreía. En parte más alta del retablo del Sagrario, había un lienzo en el que se representaba la Santísima Trinidad con el Espíritu Santo en forma de paloma en medio del Padre y del Hijo.
Aún seguía repitiendo el salmo de memoria hasta que esa alegoría de la Santísima Trinidad que había sobre el altar me llevó a recordar la oración al Espíritu Santo del recorte del periódico de mi madre y que me había traído conmigo. 
Instintivamente me llevé la mano al bolsillo de mi cazadora y saqué el recorte con la oración.
Empecé a leerla despacio, saboreando cada una de sus palabras, que un alma agradecida por un favor alcanzado había publicado en el periódico  al tercer día de su lectura consecutiva.  Decía Así:



Espíritu Santo,
Tú que me aclaras todo,
que iluminas todos los caminos para que yo alcance mi ideal.
Tú que me das el don Divino de perdonar y olvidar el mal que me hacen y que en todos los instantes de mi vida estas conmigo.
Yo quiero en este corto diálogo agradecerte por todo
y confirmarte una vez más
que nunca quiero separarme de Ti,
por mayor que sea la ilusión material.
Deseo estar contigo
y todos mis seres queridos
en la Gracia perpetua.
Gracias por tu misericordia
para conmigo y para con  los míos.

Me sentí bien. Me sentí nuevo, renovado. Me sentí que el Espíritu Santo me escuchó, atendió mis súplicas ocultas y desconocidas y habitó en mí.
Estuve un buen rato más en aquel banco de sosiego y paz del alma, ausente de todo lo humano y reafirmado en unas creencias que creía pérdidas, lleno de un Dios del que dudé y deseoso de ponerme en sus manos una vez más.
Así lo susurré en el alma mientras contemplaba una imagen de aquella doncella que lo trajo al mundo que, de alguna manera, me había traído también a mí a aquel lugar en el que recuperé la fe en su hijo.
Recé la misma oración los dos días siguientes según se indicaba en aquel recorte del periódico que me dio mi madre. No lo hacía por nada en concreto, también eso lo dejé a la voluntad de Dios.
Y su voluntad se empezó a manifestar al tercer día….
El viernes, de forma inesperada me llamaron mis padres y me dijeron que venían camino de Sevilla y que  me esperaban a la salida de la Facultad. Habían recibido una llamada de una persona cercana que  había tenido conocimiento de que a una buena mujer se le había quedado una habitación vacía.
La señora vivía en Nervión y disponía de un pequeño piso de tres habitaciones compartiendo dos con estudiantes para completar su baja pensión.
Ella se encargaba de preparar la comida y de todo lo demás que una madre haría, dejando a su “hijo adoptivo” con la única obligación de  estudiar.
El piso estaba  cerca de la Facultad y fuimos a verlo sobre la marcha.
Nada más entrar en la habitación, sobre el cabecero de la cama había un cuadro de la Virgen del Sagrado Corazón.
Sentí como un pellizco en el mío, cuando vi aquella imagen en la que puse mi destino.
No había dudas de lo que Ella quería, de lo que Él quería  y de lo que, según mi palabra dada, quería yo.
Aprovechando que mi padre llevaba el coche, de allí partimos a recoger mis cosas del piso de estudiantes y las dejé en la nueva casa.

Aquel día, el cielo respondió con una fina lluvia. Es una de las respuestas divinas que se repiten cada vez que rezo esa oración desde aquella primera vez.

El lunes, cuando llegué al piso de Margarita, que así se llamaba la señora, sentí que empezaba un nuevo camino en mi vida.
Volví a deleitarme con esa imagen que me había devuelto la alegría y la confianza en el que sostenía en sus brazos.
La Virgen me sonría como aquella Inmaculada de la Magdalena y, como ella, también  sonreía al niño que llevaba en sus brazos. No sé por qué pero,  siguiendo sus ojos, que miraban hacia abajo y al niño que sostenía en sus brazos, tuve la poderosa inclinación de abrir el cajón de la mesilla de noche. Como era de esperar, estaba vacío,  y el fondo estaba alfombrado por una cartulina blanca que no lo cubría totalmente. También sin saber por qué, sin dudarlo, utilizando las uñas para separarar la cartulina del fondo del cajón, le di la vuelta.
El corazón me dio un brinco cuando, para mi sorpresa, apareció ante mis ojos una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Ese Sagrado corazón que desde niño me ha acompañado siempre y que había formado parte de mi vida.
Suspiré hondo y comprendí; Ella me llevó hasta Él para darme a entender que siempre estuvo a mi lado, está y estará. Me acordé de aquella frase que el mismo Jesús dirigió a sus discípulos antes de elevarse al Padre; “Y recordad que estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”.
Desde aquel día una felicidad y dicha indescriptibles me acompañaron en mi caminar diario. El cielo parecía ser del color del manto de aquella Inmaculada y fui en busca del templo más cercano a mi nueva casa.
Al final de la empinada calle, cerquita de la Gran Plaza, se erguía majestuosa la iglesia de la Inmaculada Concepción y, cómo no, otra portentosa imagen del Sagrado corazón presidía el retablo.
Precisamente muy cerquita de la Gran Plaza estaba el taller de Juan Araújo que perdió un hijo tras una larga enfermedad.  Y fue por aquel lugar donde se produjo uno de esos hechos insólitos que sólo se pueden explicar desde la óptica de la fe y que quedó recogido en un libro que se titula “Donde llora Sevilla”. Esta es la historia:
El protagonista de la misma es Juan Araújo, antiguo futbolista del Sevilla FC. El buen hombre, tras una larga enfermedad del muchacho, perdió a su hijo en 1965.
Durante la enfermedad y agonía de su hijo,  Juan Araújo, que era gran devoto del Gran Poder, le pidió al Señor de Sevilla encarecidamente que sanara a su hijo y lo librara de la anunciada muerte.
Pero finalmente su hijo murió y, tras su muerte, el pobre de Juan Araujo, roto de dolor, renegó de su fe y le dijo al Gran Poder que jamás volvería a pisar su templo y que,  sólo se volverían a ver si era el Gran Poder el que viniera a visitarlo a su taller de la Gran Plaza. Era algo harto improbable pues Nervión está muy lejos de San Lorenzo y, aún más, tratándose de un taller.

Pero aquel mismo año se celebraron las Misiones Populares, en las que varias imágenes de la Semana Santa salieron del casco histórico para hacer un recorrido extraordinario por los distritos de la ciudad. No muy lejos de la Gran Plaza está el hospital de San Juan de Dios, que lleva el nombre de Jesús del Gran Poder.  Y a la hermandad del Gran Poder le correspondió la zona de Nervión, precisamente el barrio donde Juan Araújo había instalado  su taller.
El día de la procesión, la lluvia sorprendió a la cofradía por aquella zona y la hermandad buscó refugio en un templo cercano, pero se percataron de que había una nave con una puerta de grandes dimensiones. Llamaron a la puerta para buscar cobijo porque el templo más cercano no quedaba cerca y así evitar que el Señor de Sevilla se mojara. 
Juan estaba trabajando dentro del taller y acudió a abrir la puerta. Al ver ante sus ojos la portentosa imagen de Jesús del Gran Poder esperando a la entrada del taller, cayó rostro en tierra arrodillado en el suelo.
Cosas del Señor…
Los dos años que pasé en Sevilla en aquella casa pasaron volando y mi sueño y mis sueños lo velaba la imagen de la Virgen del Sagrado Corazón.
A Ella confiaba mis secretos, mis preocupaciones, mis anhelos, mis penas y mis alegrías y, cómo no, le pedí de forma muy especial que me pusiera en mi camino a una persona con la que compartir mi vida cuando acabara mis estudios y empezara a trabajar.
Sí, se lo pedía todas las noches y ella me sonreía.

Acabé mis estudios y, mientras hacía el Servicio Militar, conocí a una muchacha que también era de mi hermandad. Estaba cursando el último año de bachillerato, que se le había atragantado un poco y ya se planteaba ir a estudiar fuera aunque no con mucho convencimiento.
Algo la retenía porque se resitía a irse del colegio y de Jerez  y el tiempo también le explicó el por qué.
Me enteré en qué colegio estudiaba y la esperé a la salida, cosa que tardó tiempo en perdonarme pero, como tantas cosas, una Virgen con un niño en brazos urdió el plan de futuro y me llevó hasta allí.
El colegio se llamaba El Perpetuo Socorro y la imagen que allí se veneraba no era otra que la del Sagrado Corazón.
Yo sonreí una vez más, viendo cómo el plan de Dios llega a su debido tiempo aunque muchas veces ni sabemos, ni queremos verlo.

La fe es un grano dormido
Que a veces damos por muerto
y en el alma en su desierto
se escucha como un gemido;
Es el dolor contenido
de la soledad que añora
al Dios que no encuentra ahora
y en el que quiere creer
Y así por volverlo a ver
En ese desierto implora

Lo más profundo del ser
De ese grano de mostaza
A la esperanza se abraza
Para volverlo a tener
Y aquel  que quiso nacer
De una Virgen nazarena
Oye esa voz que resuena
Moribunda de su amor
Y atendiendo a su clamor
Quiere aliviarle las penas

Y las alivia el Señor
Entre los mares de dudas
Y las almas, ya desnudas,
De sufrimiento y dolor
Se vuelven al Redentor
Comprendiendo ya por el qué
Que es más ciego el que no ve
Que  el ser humano en su alma
Solo encontrará la calma
Cuando se encientra la fe.



Hoy, queridos jóvenes, he venido a desvelaros un secreto que he guardado celosamente  para esta ocasión. O mejor dicho, un secreto que la Virgen ha querido desvelar en este preciso momento, valiéndose de estos angelitos en forma de monjas, que Dios puso en mi camino.

Al fin y al cabo, cada uno de nosotros guarda en su corazón momentos difíciles pero también hermosos porque, lo realmente bello y portentoso de nuestra existencia es la vivencia de Dios en ella.

Solo os puedo decir que, cada vez que os sintáis solos, desamparados, tristes o hundidos por circunstancias que escapan a vuestro entendimiento humano, dejaos abrazar por esos susurros que llegan de lo más profundo de vuestro interior.  Dejaos seducir por el latido amoroso del corazón de Jesús en el vientre o en los brazos de su Madre.
Dejaos abrazar por Ella, por nuestra Madre del Sagrado Corazón.

Y, por fin, tras muchos años de espera, es posible dejarnos abrazar por ella en la preciosa imagen de mármol blanco inmaculado que reina sobre la rotonda junto a este querido colegio.
Con alegría y, como colofón de este testimonio que he compartido con vosotros quiero recordar aquel hermoso día en el que la estatua de Nuestra Señora del Sagrado Corazón fue colocada en esa rotonda para alegría de Jerez.


Por fin reinas madre mía
en tu rotonda soñada
que forjaron corazones
con dádivas y plegarias.
Por fin reina el mármol blanco
de pureza Inmaculada
y que un artista esculpió
quitando lo que sobraba.
Por fin vivimos el día
Que tanta gente esperaba
Esa imagen que a Jerez
bendiga con tu mirada.
Que no hay tierra que no entienda
que ciudad tan mariana
pueda negar a la Virgen
tan hermosa y bella estatua.
Y es que Jerez la quería
¡ Y pudo al fin  colocarla!
Y que con ella le digas
al caminante que pasa
que encuentre en tu blanca esfinge
socorro, consuelo y calma
Y que bendigas su vida
Y que alivies sin  tardanza
sus temores y sus miedos
y los llenes de esperanza.
Por eso madre querida,
justo fiel de la balanza,
Tú que llevas en tus brazos
a ese hijo de tu alma
a quién regaló por madre
la mas bellas de las almas;
dale  tú la bendición
al pueblo que tanto amas
porque el amor que  derramas
por tu pura concepción
es recibir la alegría
que Dios puso en ti, María
del Sagrado Corazón.







El latido del corazón de una madre es quizás el recuerdo más entrañable y auténtico que puede tener el ser humano.
Ese cordón umbilical que nos une a ella antes de nuestra venida al mundo es un nexo que conforma una relación indeleble con la mujer que nos llevó en su seno.
El mismo Dios, autor de la creación y de la vida, quiso venir a este mundo a través del vientre de una virgen a la que el Espíritu Santo cubrió con su sombra. No podría escoger el Creador una doncella más pura y llena de Gracia que aquella que se ofreció como esclava del Señor ante el anuncio del arcángel San Gabriel.
Jesús, antes de nacer en Belén, recibió de María todo el sustento y amor que una madre entrega al hijo que crece en su vientre, sabiendo además como sabía, que ese ser que crecía en su seno y cuyo diminuto corazón ya empezaba a palpitar en su interior,  era el hijo de Dios.
¿Qué oraciones en forma de susurros amorosos podría haber más hermosas y cercanas que aquellas que dirigiera la Virgen María al Dios que crecía en su vientre?
¿Qué respuestas podría haber acaso más intensas y reales que los latidos del pequeño corazón de Jesús a las palabras amorosas de su Madre?
Un corazón que late es signo de vida y es símbolo de amor. Un corazón que ama ardientemente, late con fuerza cuando siente cerca al amado, cuando sufre por él, cuando se entrega por él.
María se entregó en cuerpo y alma para hacer posible la obra redentora del Salvador y ese nexo de unión  con la criatura de su vientre es el latido unísono de dos corazones que amaban profundamente al creador del mundo.
Quizás por ello, no hay camino más directo y certero a Dios que dirigir nuestra mirada a nuestra Madre del Cielo, aquella que hizo posible que Cristo viniera al mundo, aquella que puso tantas veces su mano en el pecho de Jesús para sentir el latido de la vida eterna y del amor de Dios.

Este corazón ardiente
que te susurra su amor
es el corazón, Señor,
de tu esclava penitente
al sentir que la simiente
que el mismo Dios puso en ella
es hoy la feliz doncella
del sagrado corazón.
¿Hay acaso mejor don
o gracia alguna más bella?

Mi susurro es oración
y mi oración es susurro
pues para hablarte recurro
al regalo y bendición
que en aquella anunciación
sembraste, Dios, en mi seno.
El diálogo sereno
Que al sentirte en mi interior
oye el latido de amor
de tu hijo, Padre bueno.




No os voy a revelar, queridos alumnos de este entrañable colegio, ningún secreto que no os haya revelado vuestro corazón ni os hayan transmitido vuestros padres o  estas entregadas monjas que tanto os quieren.
Esos corazones amantes de la Virgen del Sagrado Corazón, palpitan de amor de Dios y de amor a sus hermanos que practican cada día de  su vida a través de pizarras y oraciones. Esa entrega por los demás y por sus alumnos es la que les inspira la Virgen del Sagrado corazón para que, tras vuestro paso por el colegio, estéis   preparados para el mundo que os espera, siendo mejores cristianos y, por ende, mejores personas.
En estos años de incipiente juventud, el alma corre bulliciosa en busca de verdades existenciales  y  de planes de futuro.  En esta época de la vida que os toca vivir ahora  surgen las dudas más profundas pero también se cimientan las verdades más fundamentales y la fe más verdadera.
Seguro que muchos de vosotros habéis  pasado largas horas en el Sagrario bajo la atenta mirada de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, buscando ayuda para vuestros estudios, consuelo para vuestras frustraciones, consejos para vuestras dudas o fuerzas para vuestros retos.
Y en ese orden de cosas seguro que tendréis preciosos testimonios en los que la fe se comporta como ese granito de mostaza de la parábola....
Esas pequeñas historias que, la mayoría de las veces, quedan ocultas en la pudorosa intimidad de la fe de cada uno, son las que realmente nos confirman que Dios existe y que está dentro de cada uno de nosotros.
Por eso, queridos hermanos en la fe, no os voy a desvelar nada que no os haya sido revelado por ese corazón que palpita en brazos de esta hermosa imagen. Al fin y al cabo esas experiencias las inspira el Señor a  la medida  de cada corazón humano y es difícil trasladarlas a otros escenarios o circunstancias.
Aun así, cuando las hermanas me pidieron que os hablara de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, no puede menos que sonreír al recordar aquellos momentos de mi vida en los que esa bendita imagen salió a mi encuentro en un momento  de tribulación.
Permitidme que os hable de la experiencia de este humilde cristiano que en un momento de su vida también se encontró con Ella.
Y aunque también soy celoso y reservado a la hora de desvelar aquellos encuentros con Dios que atañen a la más profunda intimidad del ser humano, quizás la madurez que otorga el tiempo y la insistencia de estas benditas hermanas a la hora de pedírmelo (bien sabéis lo insistentes que pueden llegar a ser)  doblegaron mi inicial resistencia e hicieron que pidiera a la Virgen el tiempo que no tengo para escribir esta historia.  Al fin y al cabo, pensé mientras me lo pedían ante una imagen de esa advocación, las cosas no suceden por casualidad y Dios se toma su tiempo y sus medios para cumplir sus planes.
Así que aquí me tenéis, en vuestro colegio, ante ellas, ante Ella y ante vosotros para desvelaros una historia verdadera en la que las que la Virgen vino a mi rescate cuando las dudas de fe invaden las más firmes creencias.

A veces llegan las dudas
entre mares de tormentas
y la fe se resquebraja
buscando vanas respuestas.

Primero llega el silencio
cuando esas dudas acechan
y después la rebeldía
con el alma que se agrieta.

Se pregunta a Dios en vano
con la fe ya casi muerta
por qué nos ha abandonado
en una isla desierta.

Son las dudas de la fe
mas Dios te dice “despierta”
Ven a mí sobre las aguas
caminando con certeza
que yo no te dejo solo
aunque me cierres la puerta.




No era mucho mayor que vosotros, tan solo ese puñado de años que marcan el salto del colegio  a la Universidad. Por aquel entonces yo cursaba el cuarto curso de Empresariales en la Facultad de Sevilla. Era mi primer año en aquella preciosa ciudad, tras haber realizado los tres primeros en Jerez.
La carrera de Económicas constaba de cinco cursos así que tendría que pasar en Sevilla, si todo iba bien, otros dos años hasta obtener la licenciatura.
La experiencia de estudiar fuera era, como poco, ilusionante pero, sin saber por qué, las aguas de mi alma andaban revueltas. Tampoco ayudó aquel piso de estudiantes en el que recalé y, no por los compañeros, con los que hice buenas amistades, sino por un ambiente que hacía difícil el estudio. Éramos 11 y de varias nacionalidades, edades y planes de estudio, pero todos con ganas de diversión y juerga.
Por otra parte, siendo como era cofrade, Sevilla era la ciudad ideal para disfrutar de hermandades centenarias de incuestionable categoría y belleza.
Triana quedaba cerca,  pero la Facultad quedaba lejos de aquel piso de la calle Arjona que, durante los dos primeros meses de estancia allí, fue testigo de intensas vivencias, muchas veces contrarias a los criterios que debe seguir un buen estudiante.
Entre las variopintas personas con las que compartía piso, había una pareja americana cuya chavala me llegaba a mí al hombro y al chaval había que ponerle una mesita supletoria para que sacara los pies de la cama.
Vivía con nosotros un esforzado estudiante de Ingeniería que repetía primero por quinta vez, un francés que se declaraba ateo y que vengaba su aversión a los taxistas lanzándoles huevos desde el balcón. En una ocasión la Policía subió a buscar al culpable porque uno de los huevos impactó contra el parabrisas de un taxi y casi provocó un accidente.
También pasaron por allí varios chavales de intercambios culturales que aprovecharon bien la cultura de la diversión andaluza….y un almeriense  que, como yo, luchaba contra los elementos para sacar provecho del esfuerzo que hacían nuestros padres para pagarnos los estudios.
Así las cosas, algunas veces dejándome llevar por la corriente y otras frustrado por las circunstancias adversas, entre el poco dormir y el exceso de ganas de juerga de la mayoría de los habitantes del piso, acabé pagando el cansancio y caí en un profundo desánimo y frustración.
Desánimo que se sumaba al que ya tenía por diversos motivos que me hacían dudar de la misma existencia de Dios. Crisis de fe que Santa Teresa de Calcuta llamó “noches oscuras del alma” y que hacen tambalearse los fundamentos más importantes de la propia existencia.
Desde niño había tenido una especial relevancia en mi vida la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. En cada rincón de mi casa y en la de mis abuelas había un cuadro, una figura, un bajorrelieve que te recibía sobre la mirilla del portón de entrada.
En mi dormitorio, sobre la cama, había un cuadro de fondo oscuro sobre el que resaltaba ese corazón ardiente de un niño Jesús sonriente flanqueado por sus padres en la tierra; María y José.
Mi padre, que formó parte de la congregación de los Luises, tenía cuadros del Corazón de Jesús que su querido  padre Maldonado, de la Compañía de Jesús, pintaba para su entrañable discípulo.
Aunque de forma tardía,  salí de aquel entorno familiar  y, sin darme cuenta, fui alejándome de esa vida y de Dios viendo cómo mi propia vida se desdibujaba entre la neblina de la apasionada juventud que trataba de encontrar respuestas a todas las cosas incluyendo la propia existencia humana.
Llegó noviembre, gris y ventoso como de costumbre pero con especiales ráfagas de pesimismo  sobre el habitual clima de nostalgia y recuerdos hacia aquellos que ya no estaban entre nosotros.
Llegó cargado de sentimientos reivindicativos sembrando de dudas los resortes sobre los que había construido mi realidad existencial.
Llegó movido por una búsqueda de la justicia universal que me desvelara las razones del sufrimiento humano, de las injusticias y de la propia muerte que a todos nos espera.
Y en ese mar de dudas y búsqueda incesante de la verdad, la tierra rugió al otro  lado del mundo.
El Nevado del Ruiz, el más septentrional de los volcanes del cinturón volcánico de los Andes entró en erupción y provocó una de las mayores catástrofes de la historia en  Colombia.
Concretamente, el trece de noviembre de 1985 la mencionada erupción desencadenó un enorme lahar (flujo de lodo volcánico que se compone de una mezcla de materiales volcánicos finos y agua). Dicha masa de lodo y otros materiales enterró la cabecera urbana de Armero, una localidad de 40.000 habitantes del departamento de Tolima. De la avalancha de piedras y lodo pudieron escapan apenas 15.000 personas, pereciendo un total de 25.000.
La conocida como “la tragedia de Armero” era una más de tantas desgracias naturales que siegan la vida de miles de seres humanos cada año, pero hubo un hecho que la hizo inolvidable para siempre.
Omayra Sánchez Garzón, era una niña de 13 años cuya imagen de serena paz y esperanza en la Virgen dio la vuelta al mundo, mientras su vida se apagaba sumergida del cuello para abajo en aquellas aguas turbulentas.
Después de que el lahar demoliese su casa, quedó atrapada bajo los escombros sostenida sobre el brazo de su tía ya fallecida, permaneciendo en medio del lodo durante tres días. Su valentía y dignidad conmovió a los periodistas y socorristas, quienes pusieron gran empeño en reconfortarla.
A pesar de aquella angustiosa situación en la que se encontraba la chiquilla, Omayra se mantuvo relativamente positiva, incluso entonó canciones a un famoso periodista de Colombia. Llegó a pedir comida y dulces antes de pronunciar sus últimas palabras que dirigió a su propia madre; «Madre, si me escuchas, quiero que reces por mí para que todo salga bien».
En medio de su sufrimiento,  la pobre niña alternaba momentos de miedo, de oración y llanto, pero nunca perdió su fe en Dios.
En la tercera noche comenzó a tener alucinaciones, diciendo que no quería llegar tarde a la escuela porque tenía un examen de matemáticas.
Cerca del final de su vida, se le enrojecieron los ojos, se le hinchó la cara y las manos se  le quedaron blancas. En un momento pidió a las personas dejarla, para que pudiera descansar. Horas más tarde, los trabajadores regresaron con una bomba y trataron de salvarla, pero sus piernas estaban dobladas en el hormigón inundado  como si estuviera de rodillas, y era imposible liberarla sin cortar sus piernas. Careciendo del equipo quirúrgico para salvarla de los efectos de una amputación, los doctores presentes estuvieron de acuerdo en que sería más humano dejarla morir. En total, Omayra sufrió durante casi tres noches antes de fallecer a las 10:05 del 16 de noviembre de 1985,  probablemente debido a la gangrena o hipotermia.
Todos contemplábamos con el corazón en un puño  aquellas imágenes de Omayra con la que televisiones del mundo entero abrían telediarios y programas especiales.
Todos rezábamos a Dios en distintas lenguas, sin importar razas, religiones o creencias. Todos veíamos reflejado en el rostro de esa niña, nuestros propios sufrimientos y frustraciones ante la certeza de la muerte que nos espera.
Era sábado y  parecían romperse los pocos lazos que creía que aún me unían a Dios. En mi búsqueda de la justicia divina no podía entender que algo así sucediera. Que el Padre todopoderoso dejara así morir a una niña que imploraba su ayuda y a la que permitía sufrir hasta el extremo durante tres días…
Al día siguiente tomé el último tren para Sevilla para empezar una nueva semana en la Universidad. Llegué al piso cabizbajo y confundido, con un gran vacío de convicciones y de fe.
La semana fue a peor, acumulándose fracasos académicos y personales y un enorme hastío de seguir estudiando para una vida que era tan miserable e injusta.
No sé si era enfado lo que sentía hacia ese Dios en el que había puesto mi confianza o quizás era la aceptación de la idea de que sencillamente ese Dios no existía.
Sentado en la oscuridad de mi habitación, sin ventanas y con el penetrante olor a fritanga que procedía de la anexa cocina, me senté en la mesita de estudio, iluminada por la pobre luz de un viejo flexo,  y me llevé las manos a la cadena que colgaba de mi pecho.
Era una sencilla cruz que una querida tía abuela me había regalado por mi Primera Comunión. La cogí en mi mano y estuve un buen rato apretándola sin saber bien qué hacer. No tenía sentido que siguiera llevándola puesta porque no era más que un trozo de metal que representaba a un Dios que me había fallado y, sin embargo, mientras la apretaba pensaba en todas las personas que formaban parte de mi vida. Pensé en mis padres, en mis abuelos, en mis hermanas, en mi hermandad. Pensé en todo lo que aquella cruz representaba y con los ojos humedecidos, me la descolgué y la puse sobre la mesa.
La contemplaba absorto, como quien contempla su propia vida fracasada y caduca pasar en una procesión fúnebre camino de un camposanto.
Extenuado quizás por la intensidad de aquel momento, me quedé dormido durante un buen rato porque, al despertarme,  ya casi no entraba luz por el ya de por sí lúgubre patio al que daba mi ventana.  Encendí la luz y, en la confusión del momento,  no conseguí recordar qué hacía mi cruz sobre la mesa.
Junto a ella, en uno de los extremos de la mesita, había un montón de libros apilados y entre ellos, una vieja biblia que mi madre me compró para la comunión.
Sin saber por qué, no había reparado hasta entonces en que me la había traído a Sevilla junto a libros de estudio y otros temas que amenizaran mis horas ociosas.
También sin entender por qué la tomé de entre el montón de libros y la puse ante mí. No sabía bien qué hacer con ella y así estuve un buen rato. Empecé a recordar las cuitas que antecedieron a mi profundo sueño. No tenía sentido que la abriera y, sin embargo, algo me empujaba a hacerlo.
La cogí entre mis manos y acerqué el mazo de hojas apretadas a mi boca. Era una de esas biblias de bolsillo de hojillas tan finas  que casi se pegaban  unas con otras. Soplé con fuerza y se fueron separando unas de otras por el soplido enérgico y continuo de mis pulmones. Y al cabo de unos segundos de incesante y loco movimiento de sus ajetreadas hojas se abrió por el libro de los salmos…
Era el salmo 22, que preconizaba las últimas palabras de Cristo en la Cruz, que en cierto modo me hablaba de Omayra y todos los sufrimientos que padecen tantos seres humanos…
Dice así:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Lejos de socorrerme las palabras de mi lamento,
Dios mío, de día clamo y no contestas,
De noche y no hay respuesta para mí,
Y tú con todo te sientas en el santuario en medio de las laudes de Israel.
En ti esperaron nuestros padres,
A ti clamaron y quedaron salvos
En ti esperaron y no quedaron confundidos.
Y yo gusano, que no hombre, todos los que me ven hacen mofa de mí.
Tuercen la boca, menean la cabeza.
“Se confió a Yahvé, le ponga a salvo ya que en él se complace”
Tú fuiste quien del seno me sacaste
Me pusiste a los pechos de mi madre.
A ti fui confiado desde el seno
Desde el vientre de mi madre eres mi Dios.
No andes lejos que en angustia estoy
Ven junto a mí pues nadie me socorre.

Y hasta ahí leí, aunque el salmo seguía describiendo con impactante exactitud los padecimientos de Cristo en la cruz. Me quedé ahí porque  quizás  hasta esa frase creí recibir las respuestas que buscaba… Y empecé de nuevo y lo repetí, una vez, dos, tres, no sé cuántas veces más. Me sentí reconfortado, entendido, como si el mismo Dios me trasladara que él también se sintió abandonado e incomprendido. Como si esas vivencias que yo sentía en mi alma él las comprendiera mejor que yo.
Mi vieja Biblia estaba llena de estampitas y oraciones y, de entre todas ellas, mientras volvía a colocarla entre el montón de libros, se cayó un pequeño recorte de un periódico que mi madre me recortó un buen día. Era una oración al Espíritu Santo, junto a una estampita del Corazón de Jesús.  Aquella tarde la entoné con el alma expectante de respuestas. La llevé conmigo mientras seguía repitiendo el salmo, que ya me había aprendido de memoria,  y salí del piso  escaleras abajo en busca de un sagrario donde rezarla.

Llegué a la iglesia de la Magdalena y, nada más entrar, me cautivó una hermosa imagen del Sagrado Corazón. Me paré un ratito, sobrecogido por su belleza y continué mi camino hasta la capilla del Sagrario. Me senté en el último banco en silencio y contemplé el hermoso tabernáculo sobre el que había una portentosa Inmaculada que me sonreía. En parte más alta del retablo del Sagrario, había un lienzo en el que se representaba la Santísima Trinidad con el Espíritu Santo en forma de paloma en medio del Padre y del Hijo.
Aún seguía repitiendo el salmo de memoria hasta que esa alegoría de la Santísima Trinidad que había sobre el altar me llevó a recordar la oración al Espíritu Santo del recorte del periódico de mi madre y que me había traído conmigo. 
Instintivamente me llevé la mano al bolsillo de mi cazadora y saqué el recorte con la oración.
Empecé a leerla despacio, saboreando cada una de sus palabras, que un alma agradecida por un favor alcanzado había publicado en el periódico  al tercer día de su lectura consecutiva.  Decía Así:



Espíritu Santo,
Tú que me aclaras todo,
que iluminas todos los caminos para que yo alcance mi ideal.
Tú que me das el don Divino de perdonar y olvidar el mal que me hacen y que en todos los instantes de mi vida estas conmigo.
Yo quiero en este corto diálogo agradecerte por todo
y confirmarte una vez más
que nunca quiero separarme de Ti,
por mayor que sea la ilusión material.
Deseo estar contigo
y todos mis seres queridos
en la Gracia perpetua.
Gracias por tu misericordia
para conmigo y para con  los míos.

Me sentí bien. Me sentí nuevo, renovado. Me sentí que el Espíritu Santo me escuchó, atendió mis súplicas ocultas y desconocidas y habitó en mí.
Estuve un buen rato más en aquel banco de sosiego y paz del alma, ausente de todo lo humano y reafirmado en unas creencias que creía pérdidas, lleno de un Dios del que dudé y deseoso de ponerme en sus manos una vez más.
Así lo susurré en el alma mientras contemplaba una imagen de aquella doncella que lo trajo al mundo que, de alguna manera, me había traído también a mí a aquel lugar en el que recuperé la fe en su hijo.
Recé la misma oración los dos días siguientes según se indicaba en aquel recorte del periódico que me dio mi madre. No lo hacía por nada en concreto, también eso lo dejé a la voluntad de Dios.
Y su voluntad se empezó a manifestar al tercer día….
El viernes, de forma inesperada me llamaron mis padres y me dijeron que venían camino de Sevilla y que  me esperaban a la salida de la Facultad. Habían recibido una llamada de una persona cercana que  había tenido conocimiento de que a una buena mujer se le había quedado una habitación vacía.
La señora vivía en Nervión y disponía de un pequeño piso de tres habitaciones compartiendo dos con estudiantes para completar su baja pensión.
Ella se encargaba de preparar la comida y de todo lo demás que una madre haría, dejando a su “hijo adoptivo” con la única obligación de  estudiar.
El piso estaba  cerca de la Facultad y fuimos a verlo sobre la marcha.
Nada más entrar en la habitación, sobre el cabecero de la cama había un cuadro de la Virgen del Sagrado Corazón.
Sentí como un pellizco en el mío, cuando vi aquella imagen en la que puse mi destino.
No había dudas de lo que Ella quería, de lo que Él quería  y de lo que, según mi palabra dada, quería yo.
Aprovechando que mi padre llevaba el coche, de allí partimos a recoger mis cosas del piso de estudiantes y las dejé en la nueva casa.

Aquel día, el cielo respondió con una fina lluvia. Es una de las respuestas divinas que se repiten cada vez que rezo esa oración desde aquella primera vez.

El lunes, cuando llegué al piso de Margarita, que así se llamaba la señora, sentí que empezaba un nuevo camino en mi vida.
Volví a deleitarme con esa imagen que me había devuelto la alegría y la confianza en el que sostenía en sus brazos.
La Virgen me sonría como aquella Inmaculada de la Magdalena y, como ella, también  sonreía al niño que llevaba en sus brazos. No sé por qué pero,  siguiendo sus ojos, que miraban hacia abajo y al niño que sostenía en sus brazos, tuve la poderosa inclinación de abrir el cajón de la mesilla de noche. Como era de esperar, estaba vacío,  y el fondo estaba alfombrado por una cartulina blanca que no lo cubría totalmente. También sin saber por qué, sin dudarlo, utilizando las uñas para separarar la cartulina del fondo del cajón, le di la vuelta.
El corazón me dio un brinco cuando, para mi sorpresa, apareció ante mis ojos una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Ese Sagrado corazón que desde niño me ha acompañado siempre y que había formado parte de mi vida.
Suspiré hondo y comprendí; Ella me llevó hasta Él para darme a entender que siempre estuvo a mi lado, está y estará. Me acordé de aquella frase que el mismo Jesús dirigió a sus discípulos antes de elevarse al Padre; “Y recordad que estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”.
Desde aquel día una felicidad y dicha indescriptibles me acompañaron en mi caminar diario. El cielo parecía ser del color del manto de aquella Inmaculada y fui en busca del templo más cercano a mi nueva casa.
Al final de la empinada calle, cerquita de la Gran Plaza, se erguía majestuosa la iglesia de la Inmaculada Concepción y, cómo no, otra portentosa imagen del Sagrado corazón presidía el retablo.
Precisamente muy cerquita de la Gran Plaza estaba el taller de Juan Araújo que perdió un hijo tras una larga enfermedad.  Y fue por aquel lugar donde se produjo uno de esos hechos insólitos que sólo se pueden explicar desde la óptica de la fe y que quedó recogido en un libro que se titula “Donde llora Sevilla”. Esta es la historia:
El protagonista de la misma es Juan Araújo, antiguo futbolista del Sevilla FC. El buen hombre, tras una larga enfermedad del muchacho, perdió a su hijo en 1965.
Durante la enfermedad y agonía de su hijo,  Juan Araújo, que era gran devoto del Gran Poder, le pidió al Señor de Sevilla encarecidamente que sanara a su hijo y lo librara de la anunciada muerte.
Pero finalmente su hijo murió y, tras su muerte, el pobre de Juan Araujo, roto de dolor, renegó de su fe y le dijo al Gran Poder que jamás volvería a pisar su templo y que,  sólo se volverían a ver si era el Gran Poder el que viniera a visitarlo a su taller de la Gran Plaza. Era algo harto improbable pues Nervión está muy lejos de San Lorenzo y, aún más, tratándose de un taller.

Pero aquel mismo año se celebraron las Misiones Populares, en las que varias imágenes de la Semana Santa salieron del casco histórico para hacer un recorrido extraordinario por los distritos de la ciudad. No muy lejos de la Gran Plaza está el hospital de San Juan de Dios, que lleva el nombre de Jesús del Gran Poder.  Y a la hermandad del Gran Poder le correspondió la zona de Nervión, precisamente el barrio donde Juan Araújo había instalado  su taller.
El día de la procesión, la lluvia sorprendió a la cofradía por aquella zona y la hermandad buscó refugio en un templo cercano, pero se percataron de que había una nave con una puerta de grandes dimensiones. Llamaron a la puerta para buscar cobijo porque el templo más cercano no quedaba cerca y así evitar que el Señor de Sevilla se mojara. 
Juan estaba trabajando dentro del taller y acudió a abrir la puerta. Al ver ante sus ojos la portentosa imagen de Jesús del Gran Poder esperando a la entrada del taller, cayó rostro en tierra arrodillado en el suelo.
Cosas del Señor…
Los dos años que pasé en Sevilla en aquella casa pasaron volando y mi sueño y mis sueños lo velaba la imagen de la Virgen del Sagrado Corazón.
A Ella confiaba mis secretos, mis preocupaciones, mis anhelos, mis penas y mis alegrías y, cómo no, le pedí de forma muy especial que me pusiera en mi camino a una persona con la que compartir mi vida cuando acabara mis estudios y empezara a trabajar.
Sí, se lo pedía todas las noches y ella me sonreía.

Acabé mis estudios y, mientras hacía el Servicio Militar, conocí a una muchacha que también era de mi hermandad. Estaba cursando el último año de bachillerato, que se le había atragantado un poco y ya se planteaba ir a estudiar fuera aunque no con mucho convencimiento.
Algo la retenía porque se resitía a irse del colegio y de Jerez  y el tiempo también le explicó el por qué.
Me enteré en qué colegio estudiaba y la esperé a la salida, cosa que tardó tiempo en perdonarme pero, como tantas cosas, una Virgen con un niño en brazos urdió el plan de futuro y me llevó hasta allí.
El colegio se llamaba El Perpetuo Socorro y la imagen que allí se veneraba no era otra que la del Sagrado Corazón.
Yo sonreí una vez más, viendo cómo el plan de Dios llega a su debido tiempo aunque muchas veces ni sabemos, ni queremos verlo.

La fe es un grano dormido
Que a veces damos por muerto
y en el alma en su desierto
se escucha como un gemido;
Es el dolor contenido
de la soledad que añora
al Dios que no encuentra ahora
y en el que quiere creer
Y así por volverlo a ver
En ese desierto implora

Lo más profundo del ser
De ese grano de mostaza
A la esperanza se abraza
Para volverlo a tener
Y aquel  que quiso nacer
De una Virgen nazarena
Oye esa voz que resuena
Moribunda de su amor
Y atendiendo a su clamor
Quiere aliviarle las penas

Y las alivia el Señor
Entre los mares de dudas
Y las almas, ya desnudas,
De sufrimiento y dolor
Se vuelven al Redentor
Comprendiendo ya por el qué
Que es más ciego el que no ve
Que  el ser humano en su alma
Solo encontrará la calma
Cuando se encientra la fe.



Hoy, queridos jóvenes, he venido a desvelaros un secreto que he guardado celosamente  para esta ocasión. O mejor dicho, un secreto que la Virgen ha querido desvelar en este preciso momento, valiéndose de estos angelitos en forma de monjas, que Dios puso en mi camino.

Al fin y al cabo, cada uno de nosotros guarda en su corazón momentos difíciles pero también hermosos porque, lo realmente bello y portentoso de nuestra existencia es la vivencia de Dios en ella.

Solo os puedo decir que, cada vez que os sintáis solos, desamparados, tristes o hundidos por circunstancias que escapan a vuestro entendimiento humano, dejaos abrazar por esos susurros que llegan de lo más profundo de vuestro interior.  Dejaos seducir por el latido amoroso del corazón de Jesús en el vientre o en los brazos de su Madre.
Dejaos abrazar por Ella, por nuestra Madre del Sagrado Corazón.

Y, por fin, tras muchos años de espera, es posible dejarnos abrazar por ella en la preciosa imagen de mármol blanco inmaculado que reina sobre la rotonda junto a este querido colegio.
Con alegría y, como colofón de este testimonio que he compartido con vosotros quiero recordar aquel hermoso día en el que la estatua de Nuestra Señora del Sagrado Corazón fue colocada en esa rotonda para alegría de Jerez.


Por fin reinas madre mía
en tu rotonda soñada
que forjaron corazones
con dádivas y plegarias.
Por fin reina el mármol blanco
de pureza Inmaculada
y que un artista esculpió
quitando lo que sobraba.
Por fin vivimos el día
Que tanta gente esperaba
Esa imagen que a Jerez
bendiga con tu mirada.
Que no hay tierra que no entienda
que ciudad tan mariana
pueda negar a la Virgen
tan hermosa y bella estatua.
Y es que Jerez la quería
¡ Y pudo al fin  colocarla!
Y que con ella le digas
al caminante que pasa
que encuentre en tu blanca esfinge
socorro, consuelo y calma
Y que bendigas su vida
Y que alivies sin  tardanza
sus temores y sus miedos
y los llenes de esperanza.
Por eso madre querida,
justo fiel de la balanza,
Tú que llevas en tus brazos
a ese hijo de tu alma
a quién regaló por madre
la mas bellas de las almas;
dale  tú la bendición
al pueblo que tanto amas
porque el amor que  derramas
por tu pura concepción
es recibir la alegría
que Dios puso en ti, María
del Sagrado Corazón.



Paco



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