UNA COPITA EN EL CIELO

En memoria del Dr. Antonio Valencia

En Jerez hay una plaza que lleva su nombre y, sin saber por qué, esta noche me desvelé y me acordé de él. Quizás el origen de mis desvelos tiene que ver con estos tiempos que nos está tocando vivir, en mitad de esta maldita pandemia y desnortado en espíritu un país que no se reconoce a sí mismo y anda sin rumbo hacia un incierto futuro.
Hace ya más de 15 años que se nos fue Antonio Valencia Jaen y aun resuena en la plaza del Clavo la última saeta que le cantara a Jesús del Prendimiento que lo reclamó allá arriba para que le cuidara las gargantas a tantos gitanos buenos que se marcharon con él.
El Dr. Valencia fue médico de muchos jerezanos y, más que médico, hacía de la Medicina un arte y un ejemplo de vida. Quizás como ese Natural prodigioso y mágico de Rafael de Paula, o como el inigualable torrente de voz de la Paquera o como el desgarrado cante de Fernando Terremoto.
Como testigos fieles de su noble paso por la vida y del amor que sentía por su Jerez, aún recuerdo cada rincón de su consulta, plagado de cuadros de cantaores célebres, gitanos eternos y recuerdos de una vida intensa y sencilla centrada en el arte de curar. Hasta esa caricatura que retrataba con claridad pasmosa el alma de este buen hombre que se entregó en cuerpo y alma a amar la vida dándose a los demás.
No le hacían falta al bueno de Antonio sofisticados aparatos médicos ni moderna tecnología para diagnosticar, inclinándose sobre su mesa y con una intensa mirada por encima de sus gafas, al enfermo que tenía enfrente. En esa radiografía ocular que hacía con sus experimentados ojos, leía la enfermedad del cuerpo y del alma del paciente y aplicaba su mejor medicina para sanarlo como Dios manda. No hay mejor medicina para un enfermo que la humanidad del médico que hace suyo el sufrimiento del que lo padece.
Fue médico militar, de la Seguridad Social, atendía en su casa en la Barriada de España y también fue médico ambulante en su viejo Citroën ZX que aguantó sin rechistar más de veinte años de misiones a domicilio. ¿Qué necesidad tenía de un coche mejor si ése cascarón lo llevaba a todas partes?
No hizo dinero con la Medicina, pero se hizo rico en el aprecio y en el cariño de muchos jerezanos que iban a su consulta, muchas veces sin pagar un duro. Trabajó sin descanso por los demás y por todo aquello en lo creía y en lo que, desgraciadamente creen muy pocos de los que hoy tienen en sus manos el futuro de nuestro país.
Amaba Jerez y su querida España, el cante flamenco del que dominaba muchos palos, los toros, una caña de cerveza y un cartucho de camarones en aquella cervecería de la esquina, o una copita de Oloroso en la Moderna. Era feliz con un barquito de pesca en el que le costaba más llenar el depósito que el valor de las mojarritas que pescaba. Su casa, siempre abierta, era la sala de espera en la que Tere, su amada esposa, hacía de abnegada enfermera atendiendo un teléfono que no paraba.
Amaba a sus tres hijos a los que legó el ejemplo de la entrega en el trabajo por los demás. Pero sobre todo amaba a Dios, que le decía cada día que no podía ser un buen médico sin amar al prójimo y sin saborear esas pequeñas cosas de la vida. Una vida, su vida, que no sólo merece una plaza, sino que su ejemplo cale en muchos ilusos e insensatos que desprecian los valores sobre los que se construye una sociedad justa. Harían mejor en seguir su ejemplo y trabajar por el bien de aquellos a los que pretenden representar o defender.
Me volví a quedar dormido pensando en su sincera y profunda sonrisa con una copa de vino de Jerez en su mano. Si vais al cementerio un día de San Antonio y veis una copita de oloroso sobre su lápida, dejadla allí que la consuma la brisa que envían los ángeles en su nombre. Se la pone cada año su hijo Kino para que el Dr. Valencia siga disfrutando en el cielo de aquellas cosas que tanto amó en la vida.

Paco Zurita
Diciembre 2020

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